miércoles, 5 de agosto de 2015

Morgana Le Fay

(también conocida como Morgana Le Fey, Morgane, Morgain, bruja Morgana, hada Morgana y otras variantes) es una bruja de gran alcance y la antagonista del Rey Arturo y la reina Ginebra en la leyenda artúrica. Aunque siempre representada como una practicante de magia, con el tiempo su carácter se hizo más y más malo hasta que empezó a ser presentada como una bruja que aprendió el arte negro por Merlín.
Morgana es un hada de la mitología celta. Hermana de Arturo, madre con él de Mordred y discípula de Merlín. es la reina de la isla de Avalon, con el poder de curar y cambiar de forma.
La bruja Morgana, también conocida como el hada Morgana y hasta la bautizaron como Morgan Le Fay (Hada), ha sido desde siempre una de las hechiceras más famosas y poderosas de la literatura occidental; constituye para muchos la clara personificación del mal, el odio y la venganza, así como la belleza ardiente, el deseo, la tentación y, por encima de todo, la pasión. Mujer capaz de convertirse en cualquier animal, persuadir a los mortales mediante la telepatía, ver el futuro e incluso alterarlo, fue la perdición de muchos hombres poderosos como el mítico Arturo Pendragón e incluso Merlín el bardo, el más poderoso de los hechiceros de su tiempo.
Morgana aparece por primera vez por su nombre en Godofredo de "Merlini Monmouth Vita", un relato escrito en el año 1150 de las aventuras más tarde, el mago Merlín, donde se detallan algunos episodios de la más famosa obra anterior de Godofredo, "Historia Regum Britanniae". En la "Vita Merlini", describe Geoffrey Avalon, la Isla de las Manzanas, donde Arturo se considera curado después de haber sufrido heridas graves en la Batalla de Camlann, y nombra específicamente a "Morgen", como el jefe de las nueve hermanas mágicas que habitan allí ( un papel como sanador de otro de Arturo, Morgana mantiene en la literatura mucho más tarde, como la de Chrétien de Troyes).
El cristianismo medieval, sin embargo, tuvo dificultades para asimilar una hechicera benévola. Poco a poco se hizo más y más siniestro, hasta que finalmente fue presentada como una bruja que se le enseñó el arte negro de Merlín, y que era una molestia a Arturo y sus caballeros, con un odio especial hacia la reina Ginebra.
El papel de Morgana es conocido en "Lancelot-Grial" (también conocido como el Ciclo de la Vulgata) y las obras posteriores inspiradas por él. En estas historias, ella es enviada a un convento cuando Uther Pendragon (padre de Arturo) mata a su padre y se casa con su madre, Igraine.
Comienza sus estudios de magia , pero está casada por Uther a su aliado Urien. Ella no es feliz con su esposo y toma una cadena de amantes hasta que es capturada por una joven Ginebra, que la expulsa de la corte con disgusto. Morgana continúa sus estudios en la virtud mágica de Merlín, y al mismo tiempo conspirando contra Ginebra.
En su libro, "Le Morte d'Arthur", publicado en 1485, Thomas Malory en su mayoría sigue la interpretación de Morgana en la Vulgata del ciclo Post-Vulgata, a pesar de que se expande su papel en algunos casos. A través de medios de magia mortal, trata de organizar la caída de Arturo, la más famosa cuando ella se encarga de su amante Sir Accolon para obtener la espada Excalibur y usarla contra Arturo en combate singular. Cuando esta táctica no funciona, Morgana lanza la espada Excalibur a un lago.
En el ciclo artúrico, el hada Morgana es un personaje femenino, a veces presentado por los cristianos como antagonista del Rey Arturo y enemiga de Ginebra. En los relatos galeses más antiguos Morgana tiene dos antecedentes que no tienen su nombre, pero sí algunas de sus características: El primero es la diosa Modron, que se casó con el rey Urien y fue madre de Owain (igual que la Morgana Le Fay de La Morte d´Arthur) y Gwyar, hermana de Arturo, que era madre de Medrawt y una poderosa bruja (papel de Morgana en otras versiones). En la Vita Merlini (Vida de Merlín) del siglo XII, se dice que Morgana ("Morgen") es la mayor de nueve hermanas que gobiernan Ávalon. Geoffrey de Monmouth habla de Morgana como sanadora y cambiante.
Escritores más tardíos como Chrétien de Troyes, basándose en la interpretación de Monmouth, han descrito a Morgana vigilando a Merlín en Ávalon.
Familiares de Morgana
En la tradición de los ciclos artúricos, Morgana era la hija de la madre de Arturo, Lady Igraine, y de su primer marido, Gorlois, duque de Cornualles. Arturo, hijo de Igraine y de Uther Pendragon, era, por tanto, su medio hermano. Como mujer celta, Morgana heredó parte de la "magia de la Tierra" de su madre.
Morgana tenía dos hermanas mayores (y era por tanto la menor de tres, y no la mayor de nueve). El trío de hermanas (por ejemplo Morgause, Elaine y Morgana, así como otras) es una fórmula abundantemente usada en la mitología celta. Cuando Uther se casó con Igraine, sus hermanas mayores también se casaron.
A partir de entonces se deja de hablar de Morgana en la leyenda hasta después de la coronación de Arturo, pero hay dos versiones de dónde acabó la niña: Una dice que se fue a Avalon con Merlín a aprender magia, y otra que cuenta que Uther encerró a Morgana en un convento, en el que sufrió burlas y castigos debido a sus poderes. Allí se le comenzó a llamar Le Fay (el Hada) En La Mort d'Arthur (La muerte de Arturo) y otras fuentes, ella es la infeliz esposa del Rey Urien de Gore, y Owain mab Urien es su hijo, que la detiene cuando, presa de la ira, intenta matar a Urien.
Descendencia
En las interpretaciones cristianas más modernas de la mitología artúrica, Morgana seduce a Arturo y concibe con él al malvado Mordred, aunque originalmente en La Mort d'Arthur este papel es asignado a Morgause o Anna, una de sus hermanas. No obstante, en la novela de Marion Zimmer Bradley " Las nieblas de Avalon" , Mordred o Gwydion, es engendrado en Morgana por Arturo bajo la apariencia del Astado, el Dios, durante los ritos Celtas de Beltane en Ávalon Las versiones más antiguas cuentan como Morgana y Arturo se acostaron, concibiendo a Mordred. Merlín le anunció a Arturo que el niño nacería el primero de mayo, en Beltane, y que sería el fin del reinado de justicia que Arturo llevaba a cabo. El monarca mandó encerrar en un barco a todos los bebés nacidos en esa fecha y lanzó el barco al mar.
Todos los niños murieron excepto su hijo, que acabó criándose con sus tíos Lot y Morgause en las islas Orkney. Arturo la hizo casar con el rey Uriens y tuvo un hijo, sir Owein. Pero Morgana y su esposo nunca se llevaron bien, y en una ocasión intentó matarlo.
Morgana y Merlín
Diversas fuentes describen a Morgana como discípula de Merlín, y más adelante como su rival; en este papel, el personaje aparece parcialmente superpuesto a "Viviana", una de las figuras que corresponden al nombre de "Dama del Lago". Mientras que Viviana (también llamada Nimue) seduce y embruja a Merlín con su belleza y su magia, Morgana aprende la magia de él y luego la usa para dañar a los caballeros de Arturo y a la reina Ginebra, como en Sir Gawain y el caballero Verde, donde a Morgana se la denomina hada y diosa y se dice que fue alumna y amante de Merlín para superarlo en magia y conocimientos. El mito de la rivalidad entre Morgana y Merlín se retoma en algunas obras cinematográficas, en particular en la película Excalibur de John Boorman (1981).
La traición de Morgana
En algunas leyendas, Morgana intenta conspirar contra Arturo robando Excálibur y dándosela a su amado sir Accolon para que lo asesine. Arturo mata a Accolon en un duelo y se retira a descansar a un convento cercano. Morgana, enfurecida, roba Excálibur (que hace a Arturo invencible) y la arroja al mar. Después le manda una capa, aparentemente para reconciliarse pero el rey la rechaza. Por consejo de Nimue, la dama del lago y sucesora de Merlín, Arturo se la coloca a la criada de su hermana. La capa se pega a su cuerpo y comienza a arder como por arte de magia. El rey salva su vida y Morgana escapa lejos de Camelot.
Morgana, Ginebra y Lancelot
Morgana y Ginebra siempre han sido presentadas como enemigas, ya que representan distintos aspectos: a nivel físico (Ginebra es rubia, Morgana de cabellos negros) o ideológico (Morgana era una mujer criada en Avalon, de modo que adoraba a los antiguos dioses y la cristiana Ginebra, su cuñada, la odiaba por ello.) Obras como La Vulgata cuentan que cuando Ginebra descubrió la relación del hada Morgana con Guiomar (sobrino de Ginebra) lo expulsó de la corte para hacer daño a Morgana. Un día el amado de Ginebra, sir Lanzarote, llegó al castillo de Morgana, también llamado Castillo de la Carreta. La bruja intentó seducirlo, pero no funcionó, de modo que lo encerró un año en su mazmorra. Pasado este tiempo, Lanzarote escapa, pero llega Arturo a hacerle una visita a su hermana. Morgana le enseña a su hermano un mural que Lanzarote había pintado, con escenas de amor con Ginebra y él mismo como protagonistas.
Después de aquello el rey persiguió insaciablemente al caballero que había sido su mejor amigo, y Morgana acabó vengándose de su enemiga. Según otra leyenda más antigua, Morgana le hizo un regalo especial al rey Arturo: un cuerno del cual sólo las esposas fieles podían beber. Arturo se lo dio a su mujer, que no pudo beber del cuerno.
La cara amable de la bruja
Después de que Arturo salga a buscar a Lancelot, Mordred quiere casarse con Ginebra. Morgana le advierte de que no es buena idea, pero su hijo la traiciona, expulsándola del castillo. Arrepentida de todo, Morgana se lleva a Arturo, ya medio muerto a la isla de Avalon, junto con varias reinas-hada enlutadas, que en algunas versiones forman grupo de tres, en otras de cuatro, y en otras de nueve.

Allí es donde Arturo dormirá por los siglos de los siglos. Esta última historia demuestra que el hada Morgana se comportó así con su hermano, no por maldad, sino porque, de niña, Uther Pendragón la internó en un convento, donde sufrió burlas, humillaciones y castigos. Eso hizo de ella alguien dedicado a la venganza, pero al final descubre el cariño que le tiene a Arturo y lo salva.

domingo, 2 de agosto de 2015

El Cristo de la calavera (Gustavo Adolfo Becquer)

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquellos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao. Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos. En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio. Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre. Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán. Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban. Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa. Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia. El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras. Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa. Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima al morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo. Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles. Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas. Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio. Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre.
Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

martes, 21 de julio de 2015

Objetivos de la Qabalah

La Qabalah es una guía confiable que conduce a la comprensión del Universo y del propio Ser. Los sabios han afirmado durante mucho tiempo que el Hombre es una miniatura del Universo, conteniendo en su interior los diversos elementos de aquel macrocosmos del cual el es el microcosmos. Cuando se emprende el estudio del Universo, sea interior o exteriormente, se necesita una nueva serie de símbolos; la Qabalah proporciona esa serie de manera insuperable. El glifo del Árbol de la Vida es, al mismo tiempo, un mapa simbólico del Universo en sus principales aspectos, y también un mapa de su equivalente inferior, el Hombre.
La Qabalah también proporciona la base de otra ciencia arcaica: la Magia.
La Qabalah revela la naturaleza de ciertos fenómenos físicos y psicológicos. Una vez percibidos, comprendidos y correlacionados, el estudiante puede usar los principios de la Magia para ejercer un control sobre las circunstancias y condiciones de vida que no se puede lograr de ninguna otra forma. Es decir que la Magia proporciona la aplicación práctica de las teorías suministradas por la Qabalah.
Las principales doctrinas de la Qabalah, están designadas para solventar los siguientes problemas:
El ser supremo, su naturaleza y atributos.
La cosmogonía.
La Creación de los ángeles y el hombre.
El destino de los hombres y los ángeles.

La naturaleza del alma.
La naturaleza de los ángeles, demonios y elementales.
La importancia de la ley revelada.
El simbolismo trascendental de los numerales.
Los peculiares misterios contenidos en las letras hebreas.
El equilibrio de los contrarios.
Además de las ventajas que se pueden obtener de la aplicación filosófica de la Qabalah, los antiguos descubrieron un uso muy practico para la Qabalah literal.
Cada letra del Alfabeto Qabalístico tiene un número, un color, muchos símbolos, y se le atribuye una carta del tarot. La Qabalah no solo ayuda a una mayor comprensión del Tarot, sino que enseña al estudiante a clasificar y organizar todas estas ideas, números y símbolos. El conocimiento de la Qabalah con las diversas atribuciones a cada carácter de su alfabeto capacitará al estudiante para entender y correlacionar ideas y conceptos que, de otra forma, no tendrían ninguna relación aparente.

Divisiones de la Qabalah

La Qabalah es usualmente clasificada en cuatro cabeceras:
La Qabalah práctica
La Qabalah dogmática
La Qabalah no escrita
La Qabalah literal
La Qabalah práctica trata de los talismanes, los rituales y los ceremoniales mágicos.
La Qabalah dogmática contiene la porción doctrinal de esta ciencia. Hay una larga lista de tratados de varias fechas y diversos meritos que hablan y escriben con mayor o menor acierto de la Qabalah escrita, pero los libros verdaderos se reducen a cuatro fuentes:
El Sepher Yetzirah y sus dependencias
El Zohar con sus desarrollos y sus comentarios
El Sepher Sephiroth y sus expansiones
El Asch Metzareth y sus simbolismos
El termino Qabalah no escrita se aplica a ciertos conocimientos que no han sido asentados en ningún libro, pero que han sido transmitidos oralmente.
La Qabalah literal esta referida en diversos lugares. Para comprender y adquirir conocimientos posteriores de esta doctrina es necesario el conocimiento de sus encabezamientos principales. La Qabalah literal esta dividida en tres: GMTRIA Gematria,, NVTRIQVN Notaricon, y ThMVRH Temura.

domingo, 19 de julio de 2015

Desarrollo histórico de la Qabalah

En la historia del pueblo hebreo, Moisés, que conoció toda la sabiduría del antiguo Egipto, asentó y convirtió los principios de la Doctrina Secreta de la Qabalah en los primeros cuatro libros del Pentateuco. También inició a los setenta mayores del pueblo hebreo en los secretos de la Qabalah y ellos, a su vez, lo fueron transmitiendo oralmente de mano a mano, de generación en generación.
De todos los que formaron la línea irrompible de la tradición, David y Salomón fueron los mas profundamente iniciados dentro de la Qabalah.

Después de la muerte de Simeón Ben Jochai, que vivió en la época de la destrucción del Segundo Templo, su hijo Rabbi Eleazar y su secretario Rabbi Abba, ambos discípulos adelantados, publicaron un tratado de Rabbi Simón Ben Jochai, una composición célebre llamada ZHR, Zohar, esplendorosa obra que se erigió como el gran archivo de la Qabalah.
La Qabalah tomada en su forma tradicional y literal, como está contenida en el Sepher Yetzirah, Beth Elohim, Pardis Rimonim y Sepher ha Zohar, es en su mayor parte ininteligible o, a primera vista, un completo disparate para la persona lógica corriente. Sin embargo, contiene como instrumento fundamental de trabajo la joya mas preciosa del pensamiento humano, esa disposición geométrica de nombres, números, símbolos e ideas llamada “El Árbol de la Vida”. Se le llama la mas preciosa joya porque ha sido considerada como el sistema mas conveniente descubierto para clasificar y registrar sus relaciones, lo cual comprueban las ilimitadas posibilidades para el pensamiento análitico y sinteético que se derivan de la adopción de este esquema.
La critica literaria señala como textos principales de la Qabalah al Sepher Yetzirah (atribuido a Rabbi Akiba) y al Sepher ha Zohar (de Rabbi Simeón Ben Yochai), en el siglo XVIII el primero y en el siglo III o IV el segundo.
Algunos historiadores sostienen que la Qabalah es un derivado de ideas Pitagóricas, Gnósticas y fuentes Neoplatónicas.
En su brillante ensayo "El Origen de Las Letras y Los Números de acuerdo con el Sepher Yetzirah", Mr. Phineas Mordell sostiene que la Filosofía de números de Pitágoras (el mas grande enigma de todos los sistemas filosóficos de la antigüedad) es idéntico al del Sepher Yetzirah, y que su filosofía surgió aparentemente de una de las escuelas fonéticas hebreas. Mordell, finalmente, aventura la opinión de que el Sepher Yetzirah representa los fragmentos genuinos de Philolao, que fue el primero en publicar la filosofía de Pitágoras, y que Philolao parece corresponderse curiosamente con Joseph ben Uziel, que escribió el Sepher Yetzirah.
Si la segunda teoría puede mantenerse, podemos entonces suponer un origen pre-Talmudico para el Sepher Yetzirah, probablemente el siglo II anterior a la Era Cristiana.
El Zohar, si realmente el trabajo de Simeón ben Yochai no fue consignado por escrito en aquel momento pero había sido oralmente transmitido por los compañeros de las Asambleas Santas, fue finalmente escrito por Rabbi Moses ben Leon, en el siglo XIII.
Madame Blavatsky aventura la hipótesis de que el Zohar, como ahora lo poseemos, fue adaptado y reeditado por Moses de Leon después de haber sido desfigurado en su mayor parte por rabinos judíos y eclesiásticos cristianos antes del siglo XIII.
El Dr. S.M. Schiller Szinessy, que fue profesor de literatura rabínica y talmúdica en Cambridge, dice:
El núcleo del libro es de los tiempos Mishnicos. Rabbi Simeón ben Yochai fue el autor del Zohar en el mismo sentido que Rabbi Yohanan fue el autor del Talmud palestino; es decir, dio el primer impulso a la composición del libro. Y consideró que Mr. Arthur Edward Waite, en su obra clásica y erudita “La Santa Qabalah”, donde examina la mayoría de los argumentos que se refieren al origen e historia del Libro de los Esplendores, se inclina por la opinión ya expresada aquí, evitando las posturas extremas, creyendo que, mientras una gran parte pertenece realmente a la era de ben Leon, una mayor parte lleva de forma indeleble el sello de la Antigüedad.
Una presentación muy parecida a la hipótesis anterior, puede encontrarse en “El Misticismo Judío” del Prof. Abelson, donde leemos:
Debemos guardarnos de seguir la opinión equivocada de un cierto grupo de teólogos judíos que nos haría contemplar la totalidad de la Qabalah medieval (de la cual el Zohar es una parte visible y representativa) como una importación exterior, repentina y extraña. Realmente es una continuación de la vieja corriente de pensamiento Talmúdico y Midrashico, con la adición de elementos extraños recogidos, como era inevitable por la trayectoria de la corriente a través de muchas tierras; elementos cuya asociación debe haber transformado en muchas formas el matiz y la naturaleza original de la corriente.
Sea como sea, e ignorando los aspectos estériles de controversia, la aparición publica del Zohar fue la gran señal en el desarrollo de la Qabalah, y hoy en día podemos dividir su historia en pre-Zoharica y post-Zoharica.
Mientras que no se puede negar que hubo profetas judíos y escuelas místicas de gran habilidad, y que poseían gran cantidad de saber recóndito en los tiempos Bíblicos, como el de Samuel, los Essenes, y Philo, la primera escuela qabalística de la cual poseemos público y exacto registro, fue conocida como la Escuela de Gerona en España (siglo XII DC), llamada así porque su fundador, Isaac el Ciego, y muchos de sus discípulos nacieron allí. No se sabe prácticamente nada del fundador de la escuela. Dos de sus estudiantes fueron Rabbi Azariel y Rabbi Ezra. El primero fue el autor de una obra filosófica clásica titulada “El Comentario Sobre las Diez Sephiroth”, una excelente y la mas lúcida exposición de filosofía qabalística, considerada una obra autorizada por aquellos que la conocen.
Estos fueron aventajados por Nachmanides, nacido en 1195 D.C., quien fue el artífice de la atención prestada a este sistema esotérico en aquellos tiempos en España y en Europa en general. Sus obras tratan, principalmente, de los tres métodos de permutación de números, letras y palabras.
La filosofía qabalistica experimentó una profunda elaboración y exposición en manos de Isaac Nasin y Jacob ben Sheshet, en el siglo XII.
La próxima en sucesión fue la Escuela de Segovia, y sus discípulos, entre los cuales estaba Todras Abulafia, un médico y financiero que ocupó una de las posiciones mas importantes y distinguidas en la corte de Sancho IV, Rey de Castilla.
La característica predisposición de esta escuela fue su devoción a los métodos exegéticos; sus discípulos se esforzaron por interpretar la Biblia y el Hagadah de acuerdo con la doctrina de la Qabalah.
Otra escuela contemporánea creyó que el judaísmo de aquel momento, tomado desde un punto de vista exclusivamente filosófico, no indicaba “el camino correcto al Santuario”, y se esforzaron en combinar filosofía y Qabalah ilustrando sus diversos teoremas con formulas matemáticas.
Hacia el año 1240 nació Abraham Abulafia. Estudió filología, medicina y filosofía, así como los pocos libros de Qabalah que en aquel momento existían. Pronto intuyó que la filosofía de los números de Pitágoras era idéntica a la expuesta en el Sepher Yetzirah y, mas tarde, insatisfecho con la investigación académica, se dedicó a aquel aspecto de la Qabalah denominado Qabalah Práctica, que hoy en día llamamos Magia.
El Zohar impresionó de tal forma al célebre metafísico Ramón Lull, que le sugirió el desarrollo del Ars Magma, una idea en cuya exposición exhibe las mas sublimes ideas de la Qabalah, contemplándola como a una ciencia divina y una revelación genuina de Luz en el alma humana. Fue una de aquellas pocas figuras aisladas atraídas por su estudio, que entendió su uso de un tipo particular de símbolos, y se esforzó en construir un alfabeto filosófico y mágico práctico.
Abraham Ibn Wakar, Pico di Mirandola, Reuchlin, Moses Cordovero, e Isaac Luria, son unos pocos de los pensadores mas importantes anteriores al siglo XVII cuyas especulaciones han afectado en formas diversas al progreso de investigación Qabalística.
El primero (un aristoteliano) hizo una tentativa realmente noble de reconciliar a la Qabalah con la filosofía académica de su tiempo, y escribió un tratado que es un excelente compendio de Qabalah.
Mirandola y Reuchlin fueron cristianos que emprendieron un estudio de la Qabalah con el motivo oculto de obtener un arma adecuada con la cual convertir a los judíos al cristianismo.
Cordovero se convirtió en un maestro de la Qabalah a una temprana edad y sus obras son filosóficas y tienen poco que ver con la cuestión práctica o mágica.
Luria fundó una escuela totalmente opuesta a la de Cordovero. El mismo fue un celoso y brillante estudiante del Talmud y del saber rabínico, pero se encontró con que el simple retiro a una vida de estudio no le satisfacía. Acto seguido se retiró a las orillas del Nilo, donde se dedicó exclusivamente a la meditación y a las prácticas ascéticas, recibiendo visiones de carácter sorprendente. Escribió un libro exponiendo sus ideas sobre la teoría de la Reencarnación ("ha Gilgolim"). Un alumno suyo, Rabbi Chayim Vital, produjo una amplia obra titulada “El Árbol de la Vida”, basada en las enseñanzas orales del maestro, dando de esa forma un ímpetu tremendo al estudio y práctica qabalistica.
Existen varios qabalistas de diversa importancia en el periodo intermedio de la historia del Post-Zoharico. Rusia, Polonia y Lituania dieron refugio a gran numero de ellos.
El movimiento evangelista espiritual, inaugurado entre los judíos de Polonia por Rabbi Israel Baal Shem Tov en la primera mitad del siglo XVIII, es lo suficientemente importante como para citarlo aqui.
Pues, aunque el Jasidismo, como se llamó a este movimiento, deriva su entusiasmo del contacto con la naturaleza y con el aire libre de los Cárpatos, tiene su origen literario y su significativa inspiración en los libros que forman la Qabalah.
El Jasidismo dio las doctrinas del Zohar al “Am ha-Aretz” como ningún grupo de rabinos había conseguido hacerlo, y además, parece ser que la Qabalah Practica recibió al mismo tiempo un impulso considerable. Pues nos encontramos con que Polonia, Galicia y ciertas zonas de Rusia fueron escenarios de actividades de rabinos errantes y especialistas del Talmud, a quienes se les dio el nombre de “Tsadikim” o magos; hombres que asiduamente dedicaban su vida y sus poderes a la Qabalah Práctica. Aun así, no fue hasta el siglo pasado, con un impulso a toda clase de estudios de mitología comparativa y controversia religiosa, que descubrimos un intento de unificar todas las filosofías, religiones, ideas científicas y símbolos en un Todo coherente.
Eliphaz Levi Zahed, un diacono católico romano de señalada perspicuidad, publicó un brillante volumen en 1852, “Dogma y Ritual de Alta Magia”, en el que encontramos síntomas claros e inequívocos de una comprensión de la base esencial de la Qabalah. Sus diez sephiroth y las veintidos letras del alfabeto hebreo como una organización adecuada para la construcción de un sistema práctico de comparación y síntesis filosófica.
Se dice que publicó esta obra en un momento en que la información sobre todos los temas ocultos estaba rigurosamente prohibida por la Escuela Esotérica a la cual pertenecía.
Hallamos después un volumen afín publicado poco tiempo después, “La Historia de la Magia”, donde indudablemente para protegerse de la censura que apuntaba hacia el y para despistar a insospechados seguidores de la pista contradice sus anteriores teorías y conclusiones.
Varios fieles expositores de impecable erudición de la ultima mitad del siglo XIX fueron los artífices de la moderna regeneración de los principios fundamentales y sensatos de la Qabalah, sin ribetes teológicos ni supersticiones histéricas que habían sido depositadas sobre esta venerable y arcana filosofía durante la Edad Media. Algunos de ellos fueron: W. Wynn Westcott que tradujo el Sepher Yetzirah al inglés y escribió “Una Introducción al estudio de la Qabalah”; S.L. McGregor Mathers el traductor de partes del Zohar y “La Magia Sagrada de Abramelin el Mago”; Madame Blavatsky, aquella mujer de corazón de león, que atrajo la atención de estudiantes occidentales por la filosofía esotérica oriental; Arthur Edward Waite, que realizo sumarios asequibles y muy bien expuestos de varias obras qabalisticas.

Qabalah. La sabiduría secreta

"Salve a Ti, Señor de mi Vida,
porque me has permitido penetrar muy dentro en el Santuario de tu Inefable Misterio,

y te has dignado a manifestarme algún fragmento de la Gloria de Tu Ser."
En la época presente, una poderosa ola de materias ocultas se esta esparciendo dentro de la sociedad. El hombre pensante está empezando a despertar y a comprender que existen muchas mas cosas en el cielo y en la tierra, de las que podría soñar en las filosofías cotidianas. Y por ultimo, aunque de ninguna manera por lo mínimo, se está descubriendo ahora que la Biblia es mas que un simple libro de historia, que esta construido de forma mas elaborada que ningún otro libro y que contiene numerosos pasajes oscuros y misteriosos, los cuales han sido bloqueados de una manera ininteligible con una clave que mantiene oculto su contenido. Esta clave está dada precisamente en la Qabalah.
La Qabalah debe definirse como una doctrina esotérica universal. Es una sabiduría que pretende tratar in extenso los problemas del origen y naturaleza de la vida, y la evolución del hombre y del universo.
La leyenda cuenta que esta filosofía es un conjunto de conocimientos que primero fueron enseñados por el Demiurgo a una selecta compañía de inteligencias espirituales de alto rango quienes, después de la caída, comunicaron sus mandatos divinos a la humanidad que, en realidad, eran ellos mismos encarnados.
En hebreo es llamada QBLH, Qabalah, que es una derivación de la raiz QBL, Qibel, que significa recibir.
La apelación de este concepto viene de la costumbre de transmitirse los conocimientos esotéricos oralmente. Esta transmisión está estrechamente ligada con la tradición.
Se le llama también la Chokmah Nistorah, La Sabiduría Secreta, denominada así porque ha sido transmitida oralmente por los Adeptos a los Discípulos en los Santuarios Secretos de Iniciación. La tradición cuenta que ninguna parte de esa doctrina fue aceptada como autorizada hasta que hubo sido sujeta a criticas e investigaciones severas y minuciosas, mediante métodos de estudio practico.
La Qabalah es un sistema de filosofía espiritual o teosofía (usando esta palabra en sus implicaciones originales) que ha ejercido durante siglos una gran influencia en el desarrollo espiritual de los judíos, el pueblo que mas protegió la Qabalah a lo largo de la historia, y que ha llamado la atención de teólogos y filósofos renombrados, particularmente en los siglos XVI y XVII.
Algunos de los personajes que se sintieron cautivados por esta sublime ciencia fueron: Ramon Lull, celebre escolástico, metafísico y químico muerto en 1315; John Reuchlin, renombrado escolástico que revivió la literatura oriental en Europa (1455-1522); John Picus de Mirandola, famoso filosofo de la Escuela Clásica; Cornelius Agrippa, distinguido filósofo y médico; John Baptist Von Helmont, destacable químico y físico descubridor del hidrogeno; Robert Fludd, famoso médico y filósofo; Baruch Espinoza, filósofo judío excomulgado; y, por ultimo, Henry More, famoso especialista en Platón de Cambridge.
Todos estos hombres, después de su incansable trabajo e investigación en el terreno científico, dedicaron su valioso tiempo a estudiar, sin desmerito de su ciencia, la profundidad de las profundidades, demostrando con ello que la naturaleza divina camina de la mano con la ciencia. Ellos encontraron la satisfacción mental en el estudio de la Qabalah, conjugando al mismo tiempo ciencia, filosofía y religión.
El llamado de la Qabalah no esta de ningún modo restringido a escritores, médicos y filósofos; el poeta puede encontrar en ella otra dimensión donde expandir su genio y el hombre común puede hallar respuesta a múltiples preguntas.

martes, 14 de julio de 2015

La aterradora leyenda del Museo Reina Sofía de Madrid

Los fantasmas del museo Reina Sofia

Durante el reinado de Carlos III se encargó a Francisco Sabatini terminar un proyecto iniciado por José de Hermosilla, que consistía en construir un gran hospital en el que concentrar los pequeños centros médicos que hasta el momento se encontraban repartidos por toda la ciudad.
Durante el reinado de Felipe III existia en ese lugar un albergue para indigentes, donde iban a morir.
A este albergue se fueron añadiento otros hospitales, hasta formar lo que se llamó Hospital General de San Carlos.
Así, el Hospital General fue inaugurado por Carlos III, en 1787, con capacidad para 18.000 enfermos.
Hasta el año 1831 tuvo en sus sótanos las dependencias del Real Colegio de Cirugía de San Carlos. A partir de esa fecha y hasta el año de su cierre pasa a depender de la Diputación Provincial. Durante la Guerra Civil se convierte en hospital de sangre y depósito de cadáveres; así mismo, sirve de centro de torturas y según cuentan se llegaron a realizar ejecuciones.
Desde entonces el hospital sufrió distintas modificaciones y mantuvo sus funciones hasta que en 1965 cerró sus puertas. A partir de esa fecha, sufrió unos penosos años de abandono e incluso se  llegó a pensar en demolerlo, pero la Academia de San Fernando y la Dirección General de Bellas Artes se opusieron  a ello, y lograron mantenerlo en pie, incluso fue declarado mediante Real Decreto de 1977 edificio historico-artistico. Cinco años después se decidió que era un buen lugar para albergar el que se llamaría Museo de Arte Moderno Reina Sofía.
Se dice que en sus primeros años de funcionamiento murieron en él muchas personas debido a las distintas epidemias que asolaron la ciudad. La mayoría de ellas acabaron enterradas en el subsuelo del hospital y quizás de ahí vengan los sucesos que después hicieron que este lugar sea uno de los misteriosos de la capital. Desde sus inicios se contaba que eran comunes las apariciones de gente ya muerta que anunciaban el fin a los que estaban con pie y medio en el otro mundo.
Cuando se reformó para hacer el museo se encontraron esqueletos, cadenas y grilletes e incluso cuando en 1990 se llevó a cabo una segunda remodelación aparecieron tres monjas momificadas enterradas en la antigua capilla del hospital, que según se cuenta siguen hoy descansando bajo una de las torres del edificio por la que discurre uno de los ascensores panorámicos, en concreto la que está a la izquierda de la puerta principal del museo.
Cuando se inauguró el museo, los guardas de seguridad afirmaban haber visto un desfile espectral vagando por los largos pasillos. Y así ina extensísima lista de episodios sin ninguna lógica, lo que hizo quela entonces directora de la pinacoteca, María Corral, y posteriormente su sucesor en el cargo, José Guirao, solicitaran la ayuda del Grupo de Investigación de Fenómenos Paranormales (HEPTA), que estaba compuesto por el sacerdote José Mª Pilón, la psicóloga Paloma Navarretey la periodista Sol Blanco Soler. Los miembros de este grupo estuvieron dos veces en el museo, la primera en 1992 porque por la noche los ascensores se ponían en marcha solos, lo que obligaba al personal de seguridad a hacer rondas constantemente para comprobar que no había entrado ningún extraño. Los expertos del HEPTA pudieron comprobar que los ascensores se ponían en marcha aún estando desconectados.
Todo se reavivó en 1992 cuando llegó al museo el Guernica. Desde entonces los vigilantes nocturnos comenzaron a notar sensaciones extrañas: puertas que se abrían y cerraban solas, alarmas que se disparan, gritos aterradores, y todo tipo de hechos terroríficos.
Varios expertos en parapsicología y una médium concluyeron que el fantasma era real y que era un sacerdote que había muerto aquí torturado durante la guerra civil.

El beso (Gustavo Adolfo Becquer)

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
—Con verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial—, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.
—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid. Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.
II.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiles que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño. Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos. Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
—Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el interpelado—, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido—. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo —añadió otro de los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el capitán—, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla! —exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo. Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:
—No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
—Pero... —exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh no! —continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros—: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el capitán—, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
—Nada, nada, es preciso que la veamos —decían los unos.
—Sí sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión —añadían los otros.
—¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesia en que os alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis —respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo, bravo! —exclamaron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
—Conque... hasta la noche.
—Hasta la noche.
III.
Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres. Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
—¡Por quien soy! —exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista—, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.
—Efectivamente —dijo otro—, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
—Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
—Calma, señores, calma —interrumpió el anfitrión—; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! —prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes—, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca. A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:
—Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:
—Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios. En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
—¡En verdad que es un ángel! —exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol! —añadió otro.
—No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella? —preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda. A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:
—¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa, y poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.
—¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.
—No... —prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez—, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuerza de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!
Y esto diciéndole ,llevóle la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
—¡Capitán! —exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba—, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
—¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...?
¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnifico! —exclamaron sus camaradas—, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:
—¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?
—¡Oh!, sí, seguramente —dijo uno de los que le escuchaban—, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso...! ¡Miseria, podredumbre...! —exclamó el capitán—. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
—¡Capitán...! —exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros—, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.

miércoles, 8 de julio de 2015

La Torre de Londres

Situada en la ribera norte del río Támesis, la Torre de Londres no es una torre en sí, sino un castillo histórico fundado alrededor del año 1066 como parte de la conquista normanda de Inglaterra.
En el conjunto de edificios sobresale la llamada Torre Blanca, que se convirtió en símbolo de la opresión ejercida por los invasores sobre los ingleses. A lo largo de los siglos y hasta la fecha ha tenido diversos usos como edificio público; ha sido, por ejemplo, sede de la Casa de Moneda y depósito de las joyas de la Corona. También funcionó como prisión en tiempos de crisis política, y de esta época derivan muchas de sus historias sobrenaturales. En el siglo XV desaparecieron ahí los pequeños príncipes Eduardo V y Ricardo, duque de York, presuntamente asesinados por instrucciones del duque de Gloucestershire, quien sería coronado como Ricardo III. En los siglos XVI y XVII en sus celdas también estuvieron presos otros personajes, entre ellos la futura reina Isabel I; algunos fueron ejecutados en el sitio, como el religioso Tomás Moro, las mujeres de Enrique VIII Ana Bolena y Catalina Howard, y Jane Grey, quien en 1553 fuera reina de Inglaterra durante nueve días.
 Se dice que la Torre es escenario de apariciones fantasmales y de otros hechos difíciles de explicar. Ya en el siglo XV los guardias aseguraban haber visto a los fantasmas de los niños sacrificados por Ricardo III, aunque no hay evidencias de que hayan muerto allí. La aparición más común, sin embargo, es la de Ana Bolena, cerca del lugar de su ejecución, acompañada por una corte fantasmal. Otros espectros frecuentes son el de Sir Walter Raleigh, quien fue ejecutado en el lugar por órdenes del rey Jacobo I, y el de la condesa de Salisbury, otra víctima de Enrique VIII. La Torre albergó además el zoológico real (en 1815 uno de los guardias vio el fantasma de un oso y falleció por la impresión). Por la misma época Edmund Lenthal Swift, guardián de las Joyas de la Corona, observó un tubo de cristal lleno de un fluido denso de color blanco y azul pálido que flotaba entre la mesa y el techo de la llamada Torre Martin, y tras seguir una trayectoria errática se desvaneció.
Se han reportado otras visiones inquietantes, como la de una mujer sin rostro y carrozas funerarias.