jueves, 20 de agosto de 2015

Testimonio del árabe loco - V

CON EL MALIGNO FULGOR DE LAS FOGATAS CON LAS COLINAS AL FONDO

“ ..Pero ahora, transcurridas mil y una lunas del peregrinar, el Maskim mordisquea mis talones, el Rabishu tira de mi pelo, Lammashta abre sus terribles fauces, Azag-Thoth se regocija malignamente en su trono, Kutulu alza la cabeza y observa a través de los velos de la hundida varloorni, del abismo, y clava sus ojos en mi; por la razón por la que debo apresurarme a escribir este libro en caso de que mi final llegue antes de lo que había preparado.
En verdad da la impresión de que hubiera fracasado en algunos aspectos concernientes al orden de los ritos, de las formulas o los sacrificios, porque ahora parece como si todas las huestes de  Ereshkigal estuvieran esperando, soñando, babeando por mi partida. Ruego a los dioses que puedan salvarme y no perezca igual que el sacerdote Absul Ben-Martu, en Jerusalén (¡que los dioses recuerden y se apiaden de él!). Mi destino ya no esta escrito en las estrellas, por que he roto la alianza caldea al buscar el poder sobre los Zonei. He pisado la luna y esta ya no ejerce poder sobre mi.
Las líneas de mi vida han sido borradas por mi vagar en el yermo, encima de las letras escritas en los cielos por los dioses. Incluso ahora puedo oír a los lobos aullando en las montañas, tal como lo hicieran en aquella fatídica noche; invocan mi nombre y los nombres de los otros.
Temo por mi carne, pero todavía mas por mi espíritu. Recordad siempre, en cada momento vacío, invocar a los dioses, para que no os olviden, porque son desmemoriados y se encuentran muy lejos.
Que vuestras fogatas brillen altas en las colinas y en los techos de los templos y en las cimas de las pirámides, para que puedan verlas y recuerden.
Recordad siempre copiar cada formula tal como yo la he escrito, y no cambiar ni una sola línea o punto, nada para que no pierda su valor o algo peor: por que una línea quebrada le proporciona los medios de entrada a aquellos del exterior, porque una estrella rota es el pórtico de Ganzir, el pórtico de la muerte, el pórtico de las sombras y las conchas. Recitad los encantamientos tal como se transcriben y prescriben aquí.
Preparad los rituales sin ningún fallo, y ofreced los sacrificios en los lugares y momentos adecuados.
¡Que los dioses se apiaden de vosotros! ¡que podáis escapar de las fauces del Maskim y vencer el poder de los antiguos! Y que los dioses os concedan la muerte antes de que los antiguos gobiernen de nuevo la tierra.....
¡kakammu! ¡selah!

Testimonio del árabe loco - IV

EL LACERANTE VIAJE MALDITO A TRAVES DE LA NEGRURA

“ Y entonces podrás saber que....
Con la única excepción de si capta la luz de la luna sobre su superficie porque, en los obscuros días de la luna, o con el cielo nublado, poca protección puede haber contra los espíritus malignos de la tierra antigua en caso de que rompan la barrera o que sus sirvientes de este lado les permitan la entrada.
En este caso, no se dispondrá de ningún recurso hasta que la luz de la luna brille sobre la tierra, ya que esta es la mas antigua de los Zonei, y es el resplandeciente símbolo de nuestro pacto. ¡ Nanna, padre de los dioses, recuerda! por lo cual, el amuleto debe ser tallado en plata pura, bajo la plena luz de la luna, de modo que esta pueda brillar sobre sus trazos y su esencia ser atraída y capturada en el metal. Deben pronunciarse los encantamientos adecuados y realizarse los rituales prescritos, tal como se transcriben en este libro. Jamás debe ser expuesto a la luz del sol, porque Shammash, llamado Udu, por celos, le robaría el poder al sello.
En tal caso, deberá ser bañado en aguas de alcanfor y repetir una vez mas los encantamientos y rituales.
Pero en verdad sería mejor producir uno nuevo. Os brindo estos secretos con el dolor de mi vida, para que nunca sean revelados al profano, al desterrado o a los adoradores de la serpiente antigua, sino para que los guardéis en vuestros corazones sin contarlos jamás. ¡que la paz sea con vosotros! A partir de aquella fatídica noche en las Montañas de Masshu, vagué por el campo en busca de la clave del conocimiento secreto que me había sido dado.
Fue un peregrinar solitario y doloroso, durante el cual no me casé ni llamé a ninguna casa o poblado mi hogar, donde habité en diversos países, a menudo en cuevas y en los desiertos, aprendiendo varios idiomas, tal como le sucede al viajero, los cuales me sirvieron para relacionarme con los comerciantes, de los que recibí noticias y costumbres. Pero mi trato fue con los poderes que residen en cada uno de esos países. Pronto llegué a comprender muchas cosas que antes ignoraba, salvo, quizá en sueños. Los amigos de mi juventud me abandonaron y yo a ellos.
Cuando llevaba siete años alejado de mi familia, me enteré de que todos se habían suicidado por razones que nadie fue capaz de explicarme; luego, se tuvo que matar a su ganado por una extraña epidemia que lo azotó.
Vagué como un mendigo, siendo alimentado pueblo tras pueblo según decidían sus habitantes, aunque a menudo me tiraron piedras y amenazaron con encerrarme. En ocasiones, pude convencer a algún hombre instruido de que yo era un estudioso sincero; entonces, me permitía leer los registros antiguos donde se detallaban los procedimientos de la nigromancia, hechicería, magia y alquimia.
Aprendí el hechizo que causa en los hombres, enfermedad, plagas, ceguera, locura e incluso muerte.
Aprendí las viejas leyendas que hablan sobre los antiguos. Así fui capaz de protegerme contra el terrible Maskim, que yace a la espera en los limites del mundo, presto para atrapar al incauto y devorar los sacrificios dispuestos en la noche y en lugares desiertos; también contra la diablesa Lammashta, a quien se llama la espada que parte el cráneo, cuya sola visión produce horror y desolación, y según algunos, una muerte de naturaleza muy extraña.
Con el tiempo aprendí los nombres y propiedades de todos los demonios, diablos, espíritus malignos y monstruos apuntados en este libro de la tierra negra. Aprendí los poderes de los dioses astrales y como solicitar su ayuda en épocas de necesidad. También descubrí a los pavorosos seres que moran mas allá de los espíritus astrales, que vigilan la entrada al templo del perdido, del dios de los días antiguos, del antiguo de los antiguos, cuyo nombre no puedo escribir aquí...
En las ceremonias solitarias que realicé en las colinas, adorando con fuego y espada, con agua y daga, y con la ayuda de la extraña hierba que crece en ciertas partes del Masshu, con la cual inadvertidamente, había encendido la hoguera al lado de la roca, esa hierba que le otorga a la mente un gran poder para viajar tremendas distancias en los cielos, lo mismo que en los infiernos, recibí las formulas para los amuletos y talismanes que se detallan mas adelante y que le proporcionan al sacerdote un pasaje seguro entre las esferas por donde tal vez viaje en busca de la sabiduría.... “

Testimonio del árabe loco - III

EL HORRENDO PORTICO AL EXTERIOR

“ Mi grito tuvo el efecto de hacer que su ritual se sumiera en el caos y el desorden. Me lancé a la carrera por el sendero de la montaña por el que había subido y los sacerdotes emprendieron mi persecución, aunque me pareció que algunos se quedaban atrás, quizá con el fin de completar los Ritos.
Sin embargo mientras descendía frenéticamente por las pendientes de la fría noche, con el corazón galopando en mi pecho y la cabeza desbocada, por detrás de mi escuché el sonido de rocas quebrándose y de truenos que sacudieron el mismo terreno que pisaba. Aterrado, y por la prisa caí al suelo. Me incorporé y grité para enfrentarme al atacante que tuviera mas cerca, a pesar de que iba desarmado.
Para mi sorpresa, lo que vi no fue ningún sacerdote de un horror antiguo ni a ningún nigromante del Arte Prohibido, sino las túnicas negras caídas sobre la hierba y los matorrales, sin la presencia de vida o cuerpos en ellas. Con cautela me acerqué a la primera y, recogiendo una rama, la alce de los matorrales espinosos. Lo único que quedaba del sacerdote era un charco de limo parecido al aceite verde; despedía el olor de un cuerpo que se hubiera podrido bajo el Sol.
Ese hedor casi me hizo perder el sentido, pero estaba decidido a encontrar a los otros y averiguar si les había acaecido la misma fortuna. Al regresar por la pendiente por la que solo unos momentos antes había huido con tanto pavor, topé con otro de los obscuros sacerdotes y lo encontré en condiciones idénticas al primero. Seguí andando, y pasé al lado de mas túnicas, aunque ya no me atreví a levantarlas.
Entonces, por fin llegué hasta el monumento de roca gris que se había alzado de forma antinatural en el aire ante el comando de los sacerdotes. Ahora había vuelto a posarse sobre el suelo, pero las tallas seguían brillando con luz supernatural. Las serpientes, o lo que en aquel momento tomé como tales, habían desaparecido. Pero en las brasas muertas del fuego, ya frías y negras, había una placa de lustroso metal.
La recogí y vi que estaba tallada, igual que la piedra, aunque de forma muy intrincada, de una manera que no fui capaz de comprender. No exhibía los mismos trazos que la roca, pero tuve la sensación de que casi podía leer los caracteres, aunque me fue imposible, como si alguna vez hubiera conocido la lengua y ya la hubiera olvidado. Empezó a dolerme la cabeza como si un diablo la estuviera aporreando y, entonces, un haz de luz de luna se posó sobre el amuleto de metal, porque ahora se lo que era, y una voz penetró en mi mente y con una sola palabra me contó los secretos de la escena de la que había sido testigo: Kutulu.
En ese instante, como si me lo hubieran susurrado con vehemencia en el oído, lo comprendí. Habían unos signos tallados en la roca gris. El primero en forma de estrella de cinco puntas es el signo de nuestra raza mas allá de las estrellas y que, en la lengua que me enseñó el Amanuense, se llama Arra, un emisario de los antiguos. En la lengua de la ciudad mas antigua de Babilonia, era Ur.
Es el signo de la alianza de los dioses mayores, y cuando lo vean, ellos que nos lo dieron a nosotros, no nos olvidarán. ¡Lo han jurado! ¡espíritu de los cielos, recuerda! El segundo es el signo mayor, casi en forma de J, y es la llave con la cual al emplearse las palabras y formas adecuadas, se pueden invocar los poderes de los dioses mayores. Posee un nombre, y se llama Agga. El tercero es el signo del observador, casi en forma de pirámide o montículo oblicuo y de líneas sutilmente sencillas y misteriosas. Se llama Bandar.
El observador es una raza enviada por los antiguos. Mantiene vigilia mientras uno duerme, siempre que se hayan realizado el ritual y sacrificio apropiados; de lo contrario, si se lo invoca, se vuelve contra ti.
Para que estos sean efectivos, deben estar tallados en piedra y emplazados en el suelo. O en un altar de ofrendas. O llevados a la roca de las invocaciones.
O grabados en el metal del dios o la diosa de uno, siempre colgando del cuello, aunque oculto a la vista del profano. De estos tres el Arra y el Agga, pueden ser usados por separado, esto es, cada uno solo.
Sin embargo el Bandar jamás ha de emplearse solo, sino con uno de los dos restantes, por que se le debe recordar al observador de la alianza que ha jurado con los dioses mayores y con nuestra raza, de lo contrario, se volverá contra ti, matándote y atacando tu poblado hasta que se obtenga el socorro de los dioses mayores por medio de las lagrimas de tu pueblo y el grito desesperado de tus mujeres. ¡ Kahammu! El amuleto de metal que saqué de las cenizas del fuego, y que atrajo la luz de la luna, es un sello potente contra cualquiera que pueda atravesar el pórtico desde el exterior, ya que al verlo se apartara de ti 

Testimonio del árabe loco - II

EL CRANEO DE LA MALDAD

“ He encontrado el pórtico que conduce al exterior, ante el que los antiguos, que siempre buscan entrar en nuestro mundo, mantienen una eterna vigilia. He respirado los vapores de aquella antigua, la reina del exterior, cuyo nombre esta escrito en el terrible texto Magan, el testamento de alguna civilización muerta por culpa de sus sacerdotes, que, anhelantes de poder, abrieron ese terrible y maligno pórtico una hora mas de la debida, siendo consumidos. Adquirí este conocimiento debido a unas circunstancias bastante peculiares, cuando aun era el ignorante hijo de un pastor de lo que los griegos llaman Mesopotamia.
Cuando apenas era un joven que viajaba solo por las montañas hacia el este, que sus habitantes llaman Masshu, di con una roca gris tallada con tres símbolos extraños. Se erguía tan alta como un hombre y tan ancha como un toro. Se hallaba firmemente emplazada en tierra y no fui capaz de moverla. Sin pensar mas en las tallas, salvo que podían ser el decreto de un rey que había marcado alguna antigua victoria sobre un enemigo, encendí un fuego en su base con el fin de protegerme de los lobos que vagan por aquellas regiones y me fui a dormir, ya que era de noche y me encontraba lejos de mi poblado, Bet Durrabia. A tres horas del amanecer, el diecinueve de Shabatu, me despertó el ladrido de un perro, o quizá el aullido de un lobo, extrañamente sonoro y cercano.
El fuego se había convertido en unas brasas, y los rojos y resplandecientes rescoldos proyectaban una débil y danzante sombra sobre el monumento de piedra con las tres tallas. Mientras me apresuraba a encender otra hoguera, la roca gris comenzó a elevarse despacio en el aire, como si fuera una paloma.
Fui incapaz de moverme o hablar debido al miedo que paralizó mi columna vertebral e inmovilizó mi cerebro con dedos gélidos. El Dik de Azug-bel-ya no me era mas extraño que esta visión, aunque pareció fundirse entre mis manos. De inmediato oí una voz baja que procedía de cierta distancia, y un miedo distinto al de la posibilidad de que fueran unos merodeadores se apoderó de mi; temblando, rodé hasta situarme detrás de unos arbustos.
Otra voz se unió a la primera y, al rato, varios hombres vestidos con túnicas negras de los ladrones se reunieron en el lugar en donde yo había estado, rodeando la roca flotante, sin mostrar ninguna señal de pavor.
Entonces vi con claridad que las tres tallas del monumento brillaban con una centelleante tonalidad flamígera, como si la roca estuviera ardiendo. Las figuras murmuraban al unísono, una plegaria de invocación, de la que apenas se podían distinguir algunas palabras, y estas eran en una lengua desconocida; no obstante ¡ y que Anu se apiade de mi alma!, estos rituales ya no me son desconocidos.
Los hombres a los que no podía distinguir o reconocer sus caras, empezaron a apuñalar con frenesí el aire con unos cuchillos que brillaban fríos y afilados en la noche de la montaña.
De debajo de la roca flotante, del mismo suelo donde había estado emplazada, se alzó la cola de una serpiente. Sin duda era la mas grande de las que yo había visto. La parte mas delgada tenia el grosor del brazo de dos hombres, y, a medida que se elevaba de la tierra, la siguió otra, aunque el fin de la primera no se distinguía y parecía hundirse en el mismo Abismo. Esas extremidades fueron seguidas por otras; el terreno comenzó a sacudirse bajo la presión de tantas extremidades enormes. El cántico de los sacerdotes, por que ya sabia que eran los sirvientes de un poder oculto, se hizo mucho mas sonoro, casi histérico: ¡IA! ¡IA! ¡ ZI-AZAG ! ¡IA! ¡IA! ¡ ZI-AZKAK! ¡IA! ¡IA! ¡ KUTULU ZI KUR! ¡IA!
El lugar donde me ocultaba se humedeció con una sustancia, ya que me encontraba en terreno descendente al de la escena que contemplaba. Toqué el liquido y descubrí que se trataba de sangre.
Dominado por el horror, lancé un grito y delaté mi presencia a los sacerdotes.
Se volvieron hacia mi y con repugnancia me di cuenta de que se habían cortado el pecho con las dagas que habían empleado para levantar la piedra, todo ello con algún propósito místico que no pude adivinar; aunque ahora ya se que la sangre es el alimento de esos espíritus, razón por la cual los campos de guerra, una vez que la batalla ha concluido, brillan con una luz antinatural, por que allí es donde las manifestaciones de los espíritus se alimentan. ¡ Que Anu nos proteja a todos !

Testimonio del árabe loco - I

EL HORROROSO INFLUJO DE LOS TRES SELLOS DE MASSHU

“ Este es el testimonio de todo lo que he visto, y de todo lo que he aprendido, en aquellos años que poseí los tres sellos de Masshu. He visto mil y una lunas, y seguro que es suficiente para la vida de un hombre, aunque se afirma que los profetas vivieron mucho mas. Estoy débil y enfermo, y soporto un gran cansancio y agotamiento; un suspiro mora en mi pecho como si fuera una obscura linterna. Soy viejo.
Los lobos transmiten mi nombre en sus conferencias de medianoche, y esa voz sutil y tranquila me llama desde lejos. Y una voz mucho mas próxima me gritará al oído con impía impaciencia. El peso de mi alma decidirá cual será el lugar de su reposo. Antes de que llegue la hora debo escribir todos los horrores que acechan fuera y que aguardan ante la puerta de cada hombre, porque este es el arcano antiguo que ha sido legado desde tiempos remotos, pero que fue olvidado por todos, con la excepción de unos pocos, que son los adoradores de los antiguos (¡que sus nombres sean borrados de la existencia!).
Si no completo esta misión, tomad lo que hay aquí y descubrid el resto, por que queda poco tiempo y la humanidad no conoce ni entiende el mal que le espera desde todos los lados, desde cada pórtico abierto, desde cada barrera rota, desde cada acólito sin mente que hay ante los altares de la locura.
Porque este es el libro de los muertos, el libro de la tierra negra que yo he escrito, arriesgando la vida de forma exacta a como lo recibí en los planos de los Igigi, los crueles espíritus celestiales que existen mas allá de los peregrinos de los yermos.
Que todos aquellos que lean estos escritos reciban la advertencia de que el hábitat de los hombres es observado y vigilado por la antigua raza de dioses y demonios que proceden de un tiempo anterior al tiempo, y que buscan venganza por aquella batalla olvidada que tuvo lugar en alguna parte del cosmos y desgarró los mundos en los días anteriores a la creación del hombre, cuando los dioses mayores caminaban los espacios, cuando estaba la raza Marduk, tal como le conocen los caldeos y Enki, nuestro amo, el señor de los magos.
Sabed entonces, que yo he recorrido todas las zonas de los dioses, y también los lugares de los Anzonei, y que he descendido a apestosos sitios de muerte y sed eterna, que pueden alcanzarse a través del pórtico de Ganzir, construido en Ur en los días anteriores a Babilonia. Sabed también que he hablado con todo tipo de espíritus y demonios, cuyos nombres ya no se conocen en las sociedades del hombre, o que nunca fueron conocidos. Y los sellos de algunos están escritos aquí, sin embargo, los de los otros, me los he de llevar conmigo cuando os deje. ¡ Que Anu tenga misericordia de mi alma! He visto las tierras desconocidas que ningún mapa ha cartografiado jamás.
He vivido en los desiertos y en los yermos, y he hablado con demonios y con las almas de los hombres asesinados, y también con las almas de las mujeres que murieron al nacer, victimas de ese demonio femenino, Lammashta. He viajado por debajo de los mares en busca del palacio de nuestro amo, y encontré los monumentos de piedra de civilizaciones derrotadas, descifrando las escrituras de algunas de ellas; otras siguen siendo un misterio para cualquier hombre vivo. Y estas civilizaciones fueron aniquiladas por el conocimiento que contienen estos escritos que os lego. He viajado por las estrellas y he temblado ante los dioses. Por fin he encontrado la fórmula con la que atravesé el pórtico de Arzir pasando hacia los reinos prohibidos de los asquerosos Igigi.
He evocado a los demonios y a los muertos. He invocado a los fantasmas de mis antepasados, dándoles una apariencia real y visible en las cimas de los templos construidos para alcanzar las estrellas y tocar las mas bajas cavidades del Hades. He luchado con el mago negro, Azagthoth, en vano, y huí a la tierra invocando a Inanna y a su hermano, Marduk, Señor del hacha de doble filo. He levantado ejércitos contra las tierras del este llamando a las hordas de espíritus malignos a las que obligué a ser mis súbditos y al hacerlo encontré a Ngaa, el Dios de los paganos, aquel que escupe llamas y ruge como mil truenos.
He encontrado el Miedo. “

miércoles, 5 de agosto de 2015

Morgana Le Fay

(también conocida como Morgana Le Fey, Morgane, Morgain, bruja Morgana, hada Morgana y otras variantes) es una bruja de gran alcance y la antagonista del Rey Arturo y la reina Ginebra en la leyenda artúrica. Aunque siempre representada como una practicante de magia, con el tiempo su carácter se hizo más y más malo hasta que empezó a ser presentada como una bruja que aprendió el arte negro por Merlín.
Morgana es un hada de la mitología celta. Hermana de Arturo, madre con él de Mordred y discípula de Merlín. es la reina de la isla de Avalon, con el poder de curar y cambiar de forma.
La bruja Morgana, también conocida como el hada Morgana y hasta la bautizaron como Morgan Le Fay (Hada), ha sido desde siempre una de las hechiceras más famosas y poderosas de la literatura occidental; constituye para muchos la clara personificación del mal, el odio y la venganza, así como la belleza ardiente, el deseo, la tentación y, por encima de todo, la pasión. Mujer capaz de convertirse en cualquier animal, persuadir a los mortales mediante la telepatía, ver el futuro e incluso alterarlo, fue la perdición de muchos hombres poderosos como el mítico Arturo Pendragón e incluso Merlín el bardo, el más poderoso de los hechiceros de su tiempo.
Morgana aparece por primera vez por su nombre en Godofredo de "Merlini Monmouth Vita", un relato escrito en el año 1150 de las aventuras más tarde, el mago Merlín, donde se detallan algunos episodios de la más famosa obra anterior de Godofredo, "Historia Regum Britanniae". En la "Vita Merlini", describe Geoffrey Avalon, la Isla de las Manzanas, donde Arturo se considera curado después de haber sufrido heridas graves en la Batalla de Camlann, y nombra específicamente a "Morgen", como el jefe de las nueve hermanas mágicas que habitan allí ( un papel como sanador de otro de Arturo, Morgana mantiene en la literatura mucho más tarde, como la de Chrétien de Troyes).
El cristianismo medieval, sin embargo, tuvo dificultades para asimilar una hechicera benévola. Poco a poco se hizo más y más siniestro, hasta que finalmente fue presentada como una bruja que se le enseñó el arte negro de Merlín, y que era una molestia a Arturo y sus caballeros, con un odio especial hacia la reina Ginebra.
El papel de Morgana es conocido en "Lancelot-Grial" (también conocido como el Ciclo de la Vulgata) y las obras posteriores inspiradas por él. En estas historias, ella es enviada a un convento cuando Uther Pendragon (padre de Arturo) mata a su padre y se casa con su madre, Igraine.
Comienza sus estudios de magia , pero está casada por Uther a su aliado Urien. Ella no es feliz con su esposo y toma una cadena de amantes hasta que es capturada por una joven Ginebra, que la expulsa de la corte con disgusto. Morgana continúa sus estudios en la virtud mágica de Merlín, y al mismo tiempo conspirando contra Ginebra.
En su libro, "Le Morte d'Arthur", publicado en 1485, Thomas Malory en su mayoría sigue la interpretación de Morgana en la Vulgata del ciclo Post-Vulgata, a pesar de que se expande su papel en algunos casos. A través de medios de magia mortal, trata de organizar la caída de Arturo, la más famosa cuando ella se encarga de su amante Sir Accolon para obtener la espada Excalibur y usarla contra Arturo en combate singular. Cuando esta táctica no funciona, Morgana lanza la espada Excalibur a un lago.
En el ciclo artúrico, el hada Morgana es un personaje femenino, a veces presentado por los cristianos como antagonista del Rey Arturo y enemiga de Ginebra. En los relatos galeses más antiguos Morgana tiene dos antecedentes que no tienen su nombre, pero sí algunas de sus características: El primero es la diosa Modron, que se casó con el rey Urien y fue madre de Owain (igual que la Morgana Le Fay de La Morte d´Arthur) y Gwyar, hermana de Arturo, que era madre de Medrawt y una poderosa bruja (papel de Morgana en otras versiones). En la Vita Merlini (Vida de Merlín) del siglo XII, se dice que Morgana ("Morgen") es la mayor de nueve hermanas que gobiernan Ávalon. Geoffrey de Monmouth habla de Morgana como sanadora y cambiante.
Escritores más tardíos como Chrétien de Troyes, basándose en la interpretación de Monmouth, han descrito a Morgana vigilando a Merlín en Ávalon.
Familiares de Morgana
En la tradición de los ciclos artúricos, Morgana era la hija de la madre de Arturo, Lady Igraine, y de su primer marido, Gorlois, duque de Cornualles. Arturo, hijo de Igraine y de Uther Pendragon, era, por tanto, su medio hermano. Como mujer celta, Morgana heredó parte de la "magia de la Tierra" de su madre.
Morgana tenía dos hermanas mayores (y era por tanto la menor de tres, y no la mayor de nueve). El trío de hermanas (por ejemplo Morgause, Elaine y Morgana, así como otras) es una fórmula abundantemente usada en la mitología celta. Cuando Uther se casó con Igraine, sus hermanas mayores también se casaron.
A partir de entonces se deja de hablar de Morgana en la leyenda hasta después de la coronación de Arturo, pero hay dos versiones de dónde acabó la niña: Una dice que se fue a Avalon con Merlín a aprender magia, y otra que cuenta que Uther encerró a Morgana en un convento, en el que sufrió burlas y castigos debido a sus poderes. Allí se le comenzó a llamar Le Fay (el Hada) En La Mort d'Arthur (La muerte de Arturo) y otras fuentes, ella es la infeliz esposa del Rey Urien de Gore, y Owain mab Urien es su hijo, que la detiene cuando, presa de la ira, intenta matar a Urien.
Descendencia
En las interpretaciones cristianas más modernas de la mitología artúrica, Morgana seduce a Arturo y concibe con él al malvado Mordred, aunque originalmente en La Mort d'Arthur este papel es asignado a Morgause o Anna, una de sus hermanas. No obstante, en la novela de Marion Zimmer Bradley " Las nieblas de Avalon" , Mordred o Gwydion, es engendrado en Morgana por Arturo bajo la apariencia del Astado, el Dios, durante los ritos Celtas de Beltane en Ávalon Las versiones más antiguas cuentan como Morgana y Arturo se acostaron, concibiendo a Mordred. Merlín le anunció a Arturo que el niño nacería el primero de mayo, en Beltane, y que sería el fin del reinado de justicia que Arturo llevaba a cabo. El monarca mandó encerrar en un barco a todos los bebés nacidos en esa fecha y lanzó el barco al mar.
Todos los niños murieron excepto su hijo, que acabó criándose con sus tíos Lot y Morgause en las islas Orkney. Arturo la hizo casar con el rey Uriens y tuvo un hijo, sir Owein. Pero Morgana y su esposo nunca se llevaron bien, y en una ocasión intentó matarlo.
Morgana y Merlín
Diversas fuentes describen a Morgana como discípula de Merlín, y más adelante como su rival; en este papel, el personaje aparece parcialmente superpuesto a "Viviana", una de las figuras que corresponden al nombre de "Dama del Lago". Mientras que Viviana (también llamada Nimue) seduce y embruja a Merlín con su belleza y su magia, Morgana aprende la magia de él y luego la usa para dañar a los caballeros de Arturo y a la reina Ginebra, como en Sir Gawain y el caballero Verde, donde a Morgana se la denomina hada y diosa y se dice que fue alumna y amante de Merlín para superarlo en magia y conocimientos. El mito de la rivalidad entre Morgana y Merlín se retoma en algunas obras cinematográficas, en particular en la película Excalibur de John Boorman (1981).
La traición de Morgana
En algunas leyendas, Morgana intenta conspirar contra Arturo robando Excálibur y dándosela a su amado sir Accolon para que lo asesine. Arturo mata a Accolon en un duelo y se retira a descansar a un convento cercano. Morgana, enfurecida, roba Excálibur (que hace a Arturo invencible) y la arroja al mar. Después le manda una capa, aparentemente para reconciliarse pero el rey la rechaza. Por consejo de Nimue, la dama del lago y sucesora de Merlín, Arturo se la coloca a la criada de su hermana. La capa se pega a su cuerpo y comienza a arder como por arte de magia. El rey salva su vida y Morgana escapa lejos de Camelot.
Morgana, Ginebra y Lancelot
Morgana y Ginebra siempre han sido presentadas como enemigas, ya que representan distintos aspectos: a nivel físico (Ginebra es rubia, Morgana de cabellos negros) o ideológico (Morgana era una mujer criada en Avalon, de modo que adoraba a los antiguos dioses y la cristiana Ginebra, su cuñada, la odiaba por ello.) Obras como La Vulgata cuentan que cuando Ginebra descubrió la relación del hada Morgana con Guiomar (sobrino de Ginebra) lo expulsó de la corte para hacer daño a Morgana. Un día el amado de Ginebra, sir Lanzarote, llegó al castillo de Morgana, también llamado Castillo de la Carreta. La bruja intentó seducirlo, pero no funcionó, de modo que lo encerró un año en su mazmorra. Pasado este tiempo, Lanzarote escapa, pero llega Arturo a hacerle una visita a su hermana. Morgana le enseña a su hermano un mural que Lanzarote había pintado, con escenas de amor con Ginebra y él mismo como protagonistas.
Después de aquello el rey persiguió insaciablemente al caballero que había sido su mejor amigo, y Morgana acabó vengándose de su enemiga. Según otra leyenda más antigua, Morgana le hizo un regalo especial al rey Arturo: un cuerno del cual sólo las esposas fieles podían beber. Arturo se lo dio a su mujer, que no pudo beber del cuerno.
La cara amable de la bruja
Después de que Arturo salga a buscar a Lancelot, Mordred quiere casarse con Ginebra. Morgana le advierte de que no es buena idea, pero su hijo la traiciona, expulsándola del castillo. Arrepentida de todo, Morgana se lleva a Arturo, ya medio muerto a la isla de Avalon, junto con varias reinas-hada enlutadas, que en algunas versiones forman grupo de tres, en otras de cuatro, y en otras de nueve.

Allí es donde Arturo dormirá por los siglos de los siglos. Esta última historia demuestra que el hada Morgana se comportó así con su hermano, no por maldad, sino porque, de niña, Uther Pendragón la internó en un convento, donde sufrió burlas, humillaciones y castigos. Eso hizo de ella alguien dedicado a la venganza, pero al final descubre el cariño que le tiene a Arturo y lo salva.

domingo, 2 de agosto de 2015

El Cristo de la calavera (Gustavo Adolfo Becquer)

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquellos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao. Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos. En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio. Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre. Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán. Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban. Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa. Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia. El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras. Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa. Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima al morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo. Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles. Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas. Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio. Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre.
Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.