viernes, 24 de abril de 2015

La maldición de Ochate

Ochate es una localidad burgalesa del Condado de Treviño, fundado en 1134, una siglo más tarde se construye la torre que ahora es el único vestigio del antiguo Ochate, a 15 km de Vitoria, deshabitada desde hace un número indeterminado de años, que ha adquirido cierta fama debido a supuestos fenómenos paranormales. El nombre de Ochate significa, “puerta de arriba” o “puerta secreta” o “puerta del frío”, aunque se especula con acepciones como “la puerta de los espíritus o “la puerta de Gog” (Personaje bíblico del Apocalipsis de San Juan).
De su primera época, aquella oscura, sólo quedan unas extrañas hileras de tumbas rodeando el pueblo.
Ochate, desde su construcción no tuvo buenos tiempos, ya que en 1557 aparece como un pueblo totalmente despoblado debido a la emigración de su habitantes, de sus muertes o desaparición, incluso en 1750 el censo solo cuenta con 6 habitantes.
En el siglo XIX pasa a ser uno de los pueblos más poblados de la comarca y cuando surge la maldición…
Tres epidemias arrasan Ochate:
 En 1860 se extiende la viruela, de la que apenas sobreviven una decena de personas, desde hacia 70 años antes, esta enfermedad estaba controlada en el resto de España.
 En 1864 se extiende el tifus, arrasando también con casi toda la totalidad de habitantes.
 En 1870 se extiende el cólera, que fulmina para siempre toda la vida de este pueblo.”
Pero aún hay más…

En 1868, el párroco Antonio Villegas desaparece sin dejar rastro.
Un joven agricultor también desapareció misteriosamente.
El mismo día que el anterior otro agricultor apareció calcinado en un camino.
En 1970, apareció el cuerpo de un agricultor carbonizado, sin rastros de gasolina o materias inflamables en los alrededores.
En 1974, un campesino ve objetos extraños volando sobre el pueblo.
En 1978, Prudencio Muguruza ve un objeto blanquecino, “tenía mucho miedo” – declaró.
En 1986 un empresario, nota como andan a su alrededor e incluso siente que le tocan el hombro.
En 1987 dos compañías de soldados de la cercana base militar de Araca estuvieron perdidas durante cuatro horas al sentirse envueltas en una extraña niebla. Los aparatos electrónicos no funcionaban.. Uno de los sargentos, conocedor de la zona, salió en busca de una de esas compañías y admitió hallarse desorientado, tanto que tuvo que volver sobre sus pasos para evitar perderse él también.
Pero todavía hay más: Un escabroso crimen en un cobertizo, un rayo que cayó en ese mismo lugar y fulminó a un rebaño de ovejas, las psicofonías obtenidas, las presencias vistas o intuidas, la niebla, los supuestos ovni, lugares calcinados sin motivo aparente, gente que siente presencias y oye ruidos, otros que sufren mareos, testimonios de pisadas y gruñidos de seres invisibles, seres de más de dos metros que se pierden tras las montañas.
Hasta 2007 no se había realizado una investigación formal sobre la realidad o no de fenómenos paranormales en la zona: la existencia de fenómenos paranormales en el pueblo tiene sus partidarios, que consideran las pruebas irrefutables y por tanto un lugar maldito; mientras los detractores opinan que todo es una leyenda promovida por la divulgación popular y el sensacionalismo.

miércoles, 22 de abril de 2015

El experimento del doctor Heidegger (Nathaniel Hawthorne).

Aquel hombre extraño, el viejo doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro amigos venerables. Eran ellos tres caballeros de blancas barbas: Mister Medbourne, el coronel Killigrew y Mister Gascoigne, y una marchita dama, la viuda Wycherly. Todos eran melancólicos ancianos que sabían de infortunios y cuya mayor desgracia consistía en mantenerse aún con vida. Mister Medbourne, en el vigor de sus años, había sido un próspero negociante; pero habiéndolo perdido todo en locas especulaciones estaba reducido a poco menos que un mendigo. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su caudal corriendo tras pecaminosos placeres, los cuales fueron fuente de males, tales como la gota, a más de producirle diversos tormentos del alma y del cuerpo. Mister Gascoigne era un político arruinado, hombre de mala fama, o al menos lo había sido, hasta que el tiempo, al borrarlo del conocimiento de la presente generación, convirtió su infamia en oscuridad. En cuanto a la viuda Wycherly, la tradición nos dice que fue en sus días una gran belleza, pero que vivió largos años en profunda reclusión a causa de ciertas escandalosas historias que habían prevenido contra ella a la gente de la ciudad. Es una circunstancia digna de mencionar que los tres ancianos caballeros: Mister Medbourne, el coronel Killigrew, y Mister Gascoigne, amaron en sus años mozos a la viuda Wycherly, y hasta habían estado una vez a punto de llegar a las manos por ella. Y antes de seguir adelante quiero sugerir, simplemente, que tanto del doctor Heidegger, como de sus cuatro huéspedes, decíase que no se hallaban en sus cabales, cosa no poco frecuente en los ancianos, cuando están bajo el peso de molestias presentes o de angustiosos recuerdos. -Mis queridos viejos amigos, -dijo el doctor Heidegger a la vez que les rogaba tomaran asiento- deseo la ayuda para llevar a cabo uno de aquellos pequeños experimentos con los cuales acostumbro entretener mis ocios, aquí, en mi estudio. Si las historias dicen la verdad, el estudio del doctor Heidegger debió haber sido un muy curioso lugar. Consistía en una oscura y anticuada cámara, festoneada con telas de araña, y salpicada de manchas de polvo de vieja data. Alrededor de las paredes alinéabase una estantería de roble, cuyas tablas inferiores soportaban hileras de gigantescos infolios y volúmenes en cuarto de negras letras; y las superiores, pequeños tomos en dozavo recubiertos de pergamino. Sobre el estante central veíase el busto de bronce de Hipócrates, con el cual, según ciertas autorizadas opiniones, el doctor Heidegger acostumbraba realizar consultas en todos los casos difíciles que en la práctica de su profesión se le presentaban. En el más oscuro rincón de la habitación, a través de la puerta entreabierta de una estrecha alacena de roble, podía distinguirse confusamente un esqueleto humano.
Un espejo suspendido entre dos estantes ofrecía su alta y polvorienta luna en un deslustrado marco dorado. Entre las muchas maravillosas historias referentes a este espejo, figuraba la de que en su superficie cobraban vida los pacientes fallecidos del doctor, y asomábanse a mirarlo con fijeza cada vez que en él se contemplaba. El lado opuesto de la habitación estaba adornado con el retrato de cuerpo entero de una joven ataviada con satenes y, brocados, de tan empalidecida magnificencia como su marchito rostro. Media centuria antes el doctor Heidegger había estado a punto de contraer matrimonio con esta joven, quien, debido a una ligera indisposición, bebió una pócima prescripta por su novio, falleciendo la tarde misma del día fijado para la boda. Queda sin mencionar la más grande curiosidad del estudio: un pesado infolio en cuero negro con agarraderas de plata maciza. Ninguna inscripción adornaba su cubierta; nadie habría podido decir su título; pero bien sabían todos que era un libro de magia. Cierta vez, al levantarlo una mucama, simplemente para quitarle el polvo, el esqueleto rechinó en su encierro, el retrato de la joven avanzó un paso sobre el piso, y varios fantasmales rostros aparecieron en el espejo; mientras la cabeza de bronce de Hipócrates, arrugando el ceño, decía: Deténgase. Tal era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestro cuento, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, colocada en el centro de la habitación, sostenía un vaso de cristal de hermosa forma y elaborado diseño. Los rayos del sol, atravesando la ventana por entre los pesados festones de dos ajadas cortinas de damasco, incidían directamente sobre el vaso, de modo que un débil resplandor iba desde él a reflejarse sobre los cenicientos rostros de los cinco ancianos sentados a su alrededor. Cuatro copas de champagne estaban también sobre la mesa. -Mis queridos y viejos amigos, -repitió el doctor Heidegger- ¿puedo contar con la ayuda de ustedes para realizar un experimento extremadamente curioso? Ahora bien, el doctor Heidegger era un anciano caballero sumamente extraño, cuyas excentricidades habían dado pábulo a mil fantásticas historias. Algunas de estas fábulas, para mi vergüenza sea dicho, no cuentan con más garantía que la de mi propia veracidad; y si acaso algunos de sus pasajes llegaran a sorprender la buena fe del lector, estoy dispuesto a soportar el estigma de ser considerado un urdidor de ficciones. Cuando el doctor anunció a sus cuatro huéspedes sus propósitos de realizar un experimento, éstos
imaginaron algo tan carente de interés como la asfixia de una rata bajo la campana neumática, el examen al microscopio de una tela de araña, o cualquier otra tontería semejante a las muchas con que acostumbraba fastidiar a sus íntimos. Pero, sin aguardar respuesta, el doctor Heidegger cruzó cojeando la cámara y volvió con el pesado infolio encuadernado en negra piel, al cual generales referencias sindicaban como un libro de magia. Desprendiendo los broches de plata, abrió el volumen y separó de entre sus páginas de negros caracteres una rosa, o, mejor dicho, lo que fue alguna vez una rosa; pues ahora sus verdes hojas y rojos pétalos habían adquirido un oscuro tinte marrón, y la seca flor parecía próxima a convertirse en polvo entre los dedos del doctor. -Esta rosa, -dijo el doctor Heidegger, con un suspiro- esta misma rosa mustia que amenaza deshacerse, floreció hace cincuenta y cinco años. Me fue dada por Silvia Ward, cuyo retrato ven allí, y debía adornar la solapa de mi chaqué el día de nuestra boda. Cincuenta y cinco años han pasado entre las hojas de este viejo volumen. Ahora bien, ¿creen ustedes posible que esta flor con más de media centuria pueda adquirir su lozanía de otra hora? -¡Qué necedad! -dijo la viuda Wycherly con displicente inclinación de cabeza- Es como si usted preguntara si el arrugado rostro de una vieja puede recuperar su perdida frescura.

-Véanlo ustedes mismos -respondió el doctor Heidegger. Alzó la tapa del vaso y arrojó la marchita rosa dentro del agua que contenía. En el primer momento flotó ligera sobre la superficie, sin absorber, al parecer, nada de la mezcla. Pronto, sin embargo, comenzó a hacerse visible en ella una singular transformación. Los pétalos, aplastados y secos, se agitaron adquiriendo una profunda coloración rojiza, como si la flor despertara de un letargo de muerte; el esbelto tronco y los manojos de follaje reverdecieron de nuevo, hasta que al fin la rosa de medio siglo atrás llegó a adquirir la frescura del día en el cual Silvia Ward la ofreció a su prometido. Apenas, pues, había alanzado la plenitud de su florecimiento, algunos de sus delicados pétalos rojos se curvaban modestamente alrededor de su húmedo corazón, en el cual brillaban dos o tres gotas de rocío. -Esto es, ciertamente, una bonita superchería. –
dijeron los amigos del doctor, sin demostrar mayor entusiasmo, pues en la representación de un ilusionista habían presenciado cosas más extraordinarias- ¿Podemos preguntar cómo la realizó? -¿Nunca oyeron hablar ustedes de la Fuente de la juventud?
-interrogó el doctor a su vez- El aventurero español Ponce de León partió en su búsqueda tres centurias atrás. -Pero, ¿Ponce de León llegó alguna vez a encontrarla? -inquirió la viuda Wycherly. -No, -respondió el doctor Heidegger- pues nunca la buscó donde realmente se hallaba. La famosa Fuente de la juventud, si estoy exactamente informado, está situada en la parte meridional de la península de la Florida, no lejos del Lago Macaco. Sombréanla magnolias gigantes que, aunque cuentan innumerables centurias, se han mantenido frescas como violetas, por las virtudes de tan maravillosa agua. Uno de mis conocidos, sabedor de mi curiosidad en materias como ésta, envióme el agua que ven ustedes en ese vaso. -¡Ejem! -dijo el coronel Killigrew, quien no creía ni una palabra de la historia del doctor- ¿y cuál puede ser el efecto de este fluido sobre el organismo humano? -Lo juzgará usted mismo, mi querido coronel, -replicó el doctor Heidegger- y todos ustedes, mis respetados amigos, pueden servirse de tan admirable fluido, todo lo que necesiten para recobrar la lozanía de la juventud. En cuanto a lo que a mí respecta, me ha costado tanto llegar a la edad provecta, que no siento el menor deseo de recomenzar. Con el permiso de ustedes, pues, me limitaré, simplemente, a observar los progresos del experimento. Mientras hablaba el doctor había llenado las cuatro copas de champagne con el agua de la Fuente de la juventud. Parecía contener algún gas efervescente, pues continuamente desprendíanse del fondo de las copas pequeñas burbujas que iban a reventar en la superficie semejando una lluvia de plata. Como el licor difundía un grato perfume, los cuatro ancianos no dudaron de sus propiedades cordiales y reconfortantes, y, aunque escépticos en cuanto a los poderes que para rejuvenecer poseía, sintiéronse inclinados a beberlo en el acto. Pero el doctor solicitó un momento de espera. -Antes de beber, -les dijo- será bueno que con la experiencia adquirida a lo largo de sus vidas se tracen unas pocas reglas generales para orientare entre los peligros de la juventud que por segunda vez van a sortear. Un momento de reflexión les hará ver que, con las ventajas que ustedes ahora llevan, ¡merecerían vergüenza y condenación si no se convirtieran en modelos de virtud y de sabiduría para toda la juventud de la época! Una débil y trémula risita fue la única respuesta dada al doctor por los cuatro venerables amigos: tan ridícula encontraban la idea de que quienes, como ellos, sabían cuán de cerca el arrepentimiento sigue los pasos del error, pudieran de nuevo desviarse del camino recto. -Beban entonces, -dijo el doctor inclinándose, y agregó- me alegro de haber elegido tan bien los sujetos de mi experimento. Con manos temblorosas los cuatro ancianos llevaron los vasos a la altura de sus labios. Si realmente el licor poseía las propiedades que el doctor Heidegger le atribuía, no podía haber sido empleado en cuatro seres humanos que más angustiosamente lo necesitaran. Diríase que aquellas criaturas encanecidas, secas, decrépitas, sentadas alrededor de la mesa del doctor, carentes hasta del vigor de alma y cuerpo necesario para animarse ante la idea de su próximo rejuvenecimiento, eran los hijos de la senectud de la Naturaleza, y por completo ignoraban la juventud y los placeres. Bebieron el agua y repusieron los vasos sobre la mesa. Seguramente hubo una repentina mejora en el aspecto general de los cuatro amigos, no muy diferente, sin embargo, de la que hubiérase obtenido con un vaso de vino generoso; y, a la vez, algo como un resplandor iluminó sus fisonomías. Las mejillas adquirieron una apariencia de salud, en vez del matiz ceniciento que les daba cadavérico aspecto. Imaginaron, al mirarse unos a otros, que algún poder mágico estaba borrando las profundas y lamentables inscripciones esculpidas durante largos años sobre sus rostros, por el Padre Tiempo. La viuda Wycherly se acomodó el sombrero, pues casi se sentía, de nuevo, mujer. -¡Dénos más de este maravilloso elixir! -gritaron, ansiosamente- ¡Nos encontramos más jóvenes, pero aun somos demasiado viejos! ¡Pronto, sírvanos más! -Paciencia, paciencia.
-recomendó el doctor Heidegger, que sentado observaba con filosófica frialdad la marcha del experimento- Ustedes han necesitado muchos años para llegar a viejos; por bien servidos debían darse con retornar a la juventud en sólo media hora. Pero el agua está a su entera disposición. Colmó otra vez las copas con el licor de juventud, y aún quedó de él, en el vaso, cantidad suficiente como para volver a la mitad de los ancianos de la ciudad a la misma edad de sus propios nietos. Todavía chispeaban las burbujas en sus bordes cuando ya los cuatro huéspedes del doctor arrebataban las copas de la mesa y vaciaban de un trago su contenido. ¿Eran acaso juguetes de una alucinación? Aún estaba la bebida en sus gargantas cuando ya el organismo entero pareció experimentar una transformación. Los ojos volviéronse brillantes y límpidos; una sombra oscura, cada vez más profunda, se extendió sobre los plateados rizos: alrededor de la mesa sentábanse ahora tres caballeros y una dama de mediana edad, que, al parecer, apenas habían transpuesto los límites de la despreocupada juventud. -Mi querida viuda, está usted encantadora. -exclamó el coronel Killigrew, que no le había quitado los ojos de encima, mientras de su rostro, tal como la oscuridad corrida por las rosadas luces de la aurora, desaparecían las sombras de la edad. Como la bella viuda conocía de largo tiempo atrás que los cumplidos del coronel Killigrew no siempre se ajustaban a la más estricta verdad, se levantó y corrió al espejo, temerosa de encontrarse con el horrible rostro de una vieja. Mientras tanto los tres caballeros comportábanse de manera a demostrar que el agua de la Fuente la juventud poseía poderes intoxicantes, a menos que, en realidad, el alborozo de sus espíritus fuera simplemente debido al vértigo causado por la repentina remoción del peso de los años. El pensamiento de Mister Gascoigne retornó a los temas políticos, pero sin que fuera posible determinar si hacía referencia al pasado, al presente o al futuro, desde que las mismas ideas y frases habían estado en boga durante los últimos cincuenta años. Ora lanzaba a pulmón pleno sentencias sobre patriotismo, gloria nacional, o derechos del pueblo; ora musitaba algún peligroso chisme o materia de desecho, con cautela tanta, que aun su propia conciencia no habría podido llegar a enterarse del asunto; ora hablaba con reposado y firme acento, en tono de profunda deferencia, como si un oído real estuviera pendiente de sus bien redondeados períodos. Durante todo este tiempo el coronel Killigrew había estado canturreando una bonita canción de taberna, acompañando el estribillo con el retintín del cristal, mientras sus ojos buscaban la fresca figura de la viuda Wycherly. En el otro extremo de la mesa Mister Medbourne absorbíase en el cálculo de los dólares y centavos necesarios para llevar a cabo un proyecto en extremo audaz: el de proporcionar hielo a las Indias Orientales por el extraño expediente de uncir ballenas a los icebergs del polo. En cuanto a la viuda Wycherly, de pie frente al espejo, hacía cortesías, con bobalicona sonrisa, a su propia imagen, saludándola como al amigo más amado. Acercaba bien su rostro al espejo como para cerciorarse de que alguna arruga o pata de gallo, cuyo recuerdo no se borraba de su mente, había realmente desaparecido. Quería saber, asimismo, si la nieve de sus cabellos habíase fundido tan completamente como para permitirle arrojar lejos de sí el venerable sombrero que los cubría. Por último, arrancándose con viveza de tal contemplación, dirigióse hacia la mesa esbozando un paso de baile. -Mi querido y viejo doctor -gritó- ¡por favor, se lo suplico, deme otra copa! -¡Ciertamente, querida señora, ciertamente! -replicó el complaciente doctor- vea: las copas ya están llenas. Allí estaban, en efecto, las cuatro copas llenas, hasta los bordes, de la maravillosa agua, que, con la pulverización producida por la efervescencia de su superficie, semejaba el trémulo brillo del diamante. Ya el sol estaba poniéndose, de manera que las sombras comenzaban a invadir la habitación; pero un tenue resplandor, casi lunar, centelleando en el vaso, iba a caer, a la vez, sobre los cuatro huéspedes y sobre la venerable figura del doctor. Sentábase éste en un amplio sillón de roble, con ricas tallas y elevado respaldo, en una actitud de digna ancianidad, que bien hubiera cuadrado al propio Padre Tiempo, cuyos poderes (excepción hecha de los componentes de esta afortunada compañía) nadie había osado nunca disputar. Ya habían apurado la tercera copa de la Fuente de la juventud, pero sentíanse casi aterrorizados por la enigmática expresión del rostro del doctor. Mas, muy pronto, la pujante irrupción de la vida nueva dilató sus arterias. Estaban ahora en la flor de la juventud. La edad, con su miserable séquito de molestias, preocupaciones y enfermedades, había quedado muy lejos; recordábanla tan sólo como un sueño, del cual hubieran, con gozo, despertado. La frescura del alma -tan pronto perdida- sin la cual las sucesivas escenas del mundo son sólo una galería de marchitos cuadros, puso otra vez su nota de encantamiento sobre todas sus perspectivas. Sentíanse como los seres recién creados de un nuevo universo. -¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! -repetían exultantes. La juventud, como suele hacerlo la extrema edad, había borrado las características propias, fuertemente acusadas, de la madurez, haciéndolos asemejarse entre sí. Formaban un grupo de animados jovenzuelos, casi enloquecidos con la exuberante frivolidad de sus años.

El más singular efecto de su alegría era su tendencia a hacer mofa de las enfermedades y de la decrepitud, de las cuales habían sido recientes víctimas. Reían fuertemente de los anticuados atavíos: los chaqués amplios como faldas y los colgantes chalecos de los hombres, lo mismo del viejo sombrero y del traje que la fresca muchacha vestía. Uno cruzó renqueando la habitación, cual si fuera un gotoso abuelo; otro colgó los anteojos sobre su nariz, simulando leer en los negros caracteres del libro de magia; el tercero ocupó una silla de brazos para remedar la respetable dignidad del doctor Heidegger; pero bien pronto todos juntos, profiriendo gritos de alegría, saltaron alrededor de la pieza. En cuanto a la viuda Wycherly (si tan fresca damisela puede ser llamada viuda), corrió hacia el sillón del doctor con su rosado rostro animado por traviesa y alegre expresión. -¡Doctor, viejo y querido amigo del alma, venga a bailar conmigo! Entonces los cuatro jóvenes rieron más fuerte que nunca, al pensar en la extraña figura que el pobre viejo médico haría en tales circunstancias. -Sírvase excusarme. -respondió el doctor- Estoy viejo y reumático, mis días de baile pasaron hace tiempo; pero cualquiera de estos alegres caballeros estaría contento con tan encantadora compañía. -¡Baile conmigo, Clara! -dijo el coronel Killigrew. -¡No, no; la acompañaré yo! -gritó Mister Gascoigne. -¡Ella me prometió su mano hace cincuenta años! -exclamó Mister Medbourne. Todos se agruparon a su alrededor: uno se apoderó de sus manos con apasionado apretón; otro pasó el brazo alrededor de su cintura; el de más allá hundió sus dedos entre los brillantes rizos que la gorra dejaba al descubierto. Ruborizada, anhelante, arrojando por turno su cálido aliento a los tres rostros, la viuda forcejeaba entre regaños y risas, y, luchando por libertarse, quedó inmovilizada bajo el triple abrazo. Nunca la rivalidad juvenil, proponiéndose alcanzar los favores de una hechicera belleza, ofreció cuadro más vívido. Y sin embargo, por un extraño equívoco, debido a la oscuridad de la cámara y a los anticuados trajes que todavía vestían, hubiérase dicho que el alto espejo reflejaba las figuras de tres viejos, marchitos y encanecidos señorones, contendiendo, ridículamente, por la descarnada fealdad de una anciana surcada de arrugas. Pero ellos eran jóvenes: sus ardientes pasiones lo probaban. Inflamados hasta la locura por los coquetos manejos de la joven viuda, los tres rivales comenzaron a intercambiar amenazadoras miradas. Pronto, alejándose de la disputada belleza, trabáronse en fiero combate. En el ardor de la lucha la mesa fue volcada y el vaso rompióse en mil pedazos. La preciosa Agua de la juventud corrió por el piso como brillante arroyuelo, humedeciendo, al pasar, las alas de una mariposa que, envejecida en la declinación del verano, habíase posado allí para morir. El insecto revoloteó por la pieza, y fue a asentarse sobre lanevada cabeza del doctor Heidegger. -¡Vamos, vamos, caballeros! ¡Vamos madame Wycherly! -exclamó el doctor- ¡Me veo obligado a protestar contra esta algarabía! Quedáronse quietos, y un estremecimiento los sobrecogió, pues les pareció como si el encanecido Tiempo los proyectara hacia atrás, arrancándoles de su soleada juventud, para hundirlos en el lejano, frío y oscuro pasadizo de los años. Miraron al viejo doctor Heidegger, que continuaba sentado en su sillón de talla, sosteniendo entre sus manos la rosa de medio siglo atrás que había rescatado de entre los fragmentos del
vaso. A una señal suya los cuatro alborotadores ocuparon de buena gana sus asientos, pues, a pesar de su juventud, los violentos ejercicios habíanlos fatigado. -¡La rosa de mi pobre Silvia! -exclamaba el doctor Heidegger, manteniéndola de modo que la iluminaran las nubes del ocaso- ¡Me parece que está marchitándose de nuevo! Y así era, en efecto. Mientras el grupo la miraba, la flor seguía desmejorando, hasta que se puso tan seca y frágil como cuando fue arrojada dentro del vaso. El doctor desprendió las pocas gotas de agua que aún conservaba adheridas a sus pétalos. -Me es tan querida así como con su húmeda frescura. -observó, llevando la mustia rosa a sus labios tan marchitos como ella. Mientras hablaba, la mariposa agitó sus alas, y desprendiéndose de su encanecida cabeza, cayó sobre el piso. Un nuevo estremecimiento sacudió a sus huéspedes. Una extraña frialdad (si era del alma o del cuerpo, no podían precisarlo), los iba ganando gradualmente. Miráronse unos a otros, imaginando que cada fugaz momento les arrebataba un encanto y dejaba en su lugar una profunda huella. ¿Eran víctimas de una ilusión? ¿Podrían, en tan breve espacio, acumularse los cambios de una vida entera? ¿Eran nuevamente cuatro ancianos sentados con su viejo amigo el doctor Heidegger? -¿Nos estamos, tan pronto, volviendo viejos? -gritaron apenados. Era así, en verdad. El Agua de la Juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino. El delirio por ella producido desaparecía con tanta rapidez como las burbujas de su superficie. Sí, otra vez eran viejos. Con repentino impulso, revelador de la mujer que aún alentaba en ella, la viuda apretó contra su rostro las descarnadas manos, ambicionando la protección del sepulcro, ya que no podía conservar su belleza. -Sí, amigos, son ustedes otra vez viejos -dijo el doctor Heidegger- y he aquí que el Agua de Juventud está totalmente desperdiciada en el piso. Bien. No lo lamento; pues aunque la fuente brotara en el mismo umbral de esta habitación no me inclinaría para mojar mis labios en ella; no, aunque el delirio que produce durara años en vez de minutos. ¡Ésta es la lección que de ustedes aprendí! Pero los cuatro amigos del doctor no aprendieron tal lección. En ese mismo momento acababan de planear un peregrinaje a la Florida, para beber allí, insaciables, a la mañana, al mediodía y a la noche, el Agua de la Juventud.

lunes, 13 de abril de 2015

El misterio del triángulo de Bennington

Cerca del monte Glastonbury, en Vermont, se encuentra el Triángulo de Bennington, una enigmática zona boscosa donde se pierde el rastro de las personas que un día desaparecieron y de las que nunca más se supo. La mayoría de estas desapariciones se produjeron sin que la policía encontrara una sola pista para averiguar que había ocurrido. Las víctimas eran personas de diferentes edades y de ambos sexos y todas ellas se esfumaron en un plazo de cinco años entre 1.945 y 1.950. Todas las desapariciones ocurrieron en el último trimestre del año, entre los meses de octubre, noviembre y diciembre, aparte de esto, poco más se supo para conocer lo ocurrido.
La primera desaparición ocurrida en el Triángulo de Bennington se remonta a 1.945,  un hombre llamado Henry MacDovell, evadido de un hospital psiquiátrico en el que estaba recluido por ser el autor de la muerte de otro hombre desapareció sin dejar rastro en ese lugar. Este suceso es a menudo citado como la primera de las desapariciones del Triángulo de Bennington.
El 12 de Noviembre de ese año un hombre llamado Middie Rivers que trabajaba como guía de montaña desapareció misteriosamente ante los ojos del grupo de turistas a los que acompañaba de regreso al campamento. Él caminaba delante del grupo de personas por una zona que conocía sobradamente cerca de la carretera de Long Trail y simplemente desapareció, nunca más fue visto ni se encontraron restos o pistas que dieran respuesta a este inquietante suceso a pesar de las batidas que la policía y voluntarios realizaron durante días.
Un año mas tarde, concretamente el 1 de diciembre de 1.946 una estudiante de dieciocho años de edad de nombre Paula Welden se adentró en los bosques de la zona con la intención de hacer senderismo de montaña.  Esto es lo último que se supe de ella.
Jamás salió del bosque y las pesquisas iniciadas por la policía no dieron tampoco esta vez ningún resultado.
También se cuenta que en el año 1.949 tres cazadores desaparecieron en el triángulo de Bennington durante una jornada de caza, aunque no se ha podido investigar si esto es verdadero o simplemente una habladuría.
Sin embargo si se sabe que el día 1 de diciembre de ese año un hombre llamado James E. Tetford protagonizó lo que parece ser la desaparición más enigmática ocurrida en el triángulo de Bennington. El señor Tetdford desapareció mientras se encontraba en el interior de un autobús en movimiento. Los demás pasajeros testificaron que lo vieron en el autobús, pero para cuando éste llegó a su última parada en Bennington, James Tetford había desaparecido.
El 12 de octubre del año siguiente Paul Jepson, un niño de ocho años, desapareció de la vista de su madre mientras ésta se encontraba realizando algunas tareas domésticas. La posterior búsqueda de la policía fue muy exhaustiva, empleándose perros para seguir el rastro del niño. Los perros avanzaron a través del bosque hasta una autopista cercana donde perdieron el rastro. Esto hizo pensar a la policía que la desaparición de Paul Jepson fue un secuestro y que el pequeño fue introducido en algún vehículo que circulaba por aquella autopista.
La última desaparición de la que se tiene constancia en el triángulo de Bennington es la de una mujer llamada Frieda Langer. El 28 de octubre de 1.950 Frieda fue de excursión con su primo. En un momento de la caminata, Frieda tropezó y cayó en un lugar que estaba anegado de agua. Frieda decidió volver al campamento para cambiarse de ropa y su primo se quedó en aquel lugar esperando que regresara.  Frieda nunca llegó de vuelta al campamento. Se inició entonces un masivo operativo de búsqueda por tierra y aire. Policía, bomberos, militares y voluntarios participaron durante días rastreando toda la zona sin conseguir tampoco resultados aparentes.  Pero siete meses más tarde el cuerpo de Frieda fue encontrado en un descampado que, curiosamente, ya había sido rastreado en los meses anteriores por la policía. Debido a las condiciones en que se encontraba el cuerpo y al tiempo transcurrido los forenses no pudieron determinar  la causa de la muerte.
Existen varias teorías sobre la naturaleza de las desapariciones del triángulo de Bennington pero todas ellas siguen siendo bastante endebles y no logran explicar por sí mismas todas las desapariciones.  La primera teoría menciona la posibilidad que durante aquel periodo hubiera un asesino en serie por aquella zona. Si bien esto es totalmente posible, la diferencia de sexo y edad entre las víctimas y la ausencia total de pistas o evidencias en todos los casos, parecen echar por tierra esta tesis. No es muy habitual encontrar un asesino que actúa tan indiscriminadamente al escoger a sus víctimas.
Otra teoría sostiene que las desapariciones se debían a desgraciados accidentes de montaña. Las fechas en que ocurrieron todas las desapariciones entre las estaciones de otoño e invierno son las propicias para que el suelo del bosque aparezca cubierto de una gruesa capa de hojarasca que oculte pozos o agujeros donde habrían caído inadvertidamente las víctimas.   Sin embargo esto no explica los casos de Frieda Langer y James Tetdford. Además, en las búsquedas que se organizaron tampoco se encontraron pozos o simas que pudieran explicar esta teoría.
Lo cierto es que pasado ese periodo las desapariciones dejaron de tener lugar y actualmente no se conoce ningún otro caso que haya tenido lugar en esa zona.
Probablemente no existe un único motivo para explicar las extrañas desapariciones del triángulo de Bennington y sea más sensato pensar que obedezcan a varias razones: accidentes, extravíos o secuestros…, pero de lo que no cabe duda, es que el misterio que las rodea sigue estando vigente y que la población local sigue considerando la zona que rodea el monte Glastonbury como maldita.

martes, 7 de abril de 2015

Jack el destripador


En varias ocasiones,  un hombre pulcramente vestido y de aspecto vulgar se deslizó entre el bullicio nocturno del barrio de Whitechapel (Londres) en 1888. Otras tantas veces habló con mujeres de la calle que infelizmente murieron acuchilladas.
Si hubiera que otorgar un título al criminal mas famoso de la historia, tal distinción recaería en un hombre del que todavía se desconoce su identidad, y que se hacía llamar Jack the Ripper.
A Jack el destripador le cabe el dudoso honor de haber inaugurado de manera oficial una nueva modalidad en la historia del crimen. El llamado crimen patológico. Sus hazañas marcaron un giro en el aspecto de la aberración sexual, y debido a la ausencia de motivos aparentes, sus asesinatos sumieron a los londinenses en el espanto, ante la perspectiva de cruzar ciertas calles de la ciudad durante los últimos meses de 1888.
Innumerables detectives e investigadores expusieron sus teorías respecto a Jack, pero hasta el momento la cuestión no ha podido ser resuelta de manera definitiva.
No faltan quienes suponen que sus crímenes se prolongaron durante años, lo que no parece probable. Mas cierto es que tuvieron lugar entre agosto y noviembre, aunque no a sido posible establecer la exactitud del número de crímenes que cometió en realidad.
El barrio East End, en el Londres de la época victoriana, era la prueba más evidente de la miseria y la desigualdad, en medio de la despreocupación y opulencia de una sociedad llena de prejuicios, más preocupada, de la igualdad de los caballos que de las desigualdades de los hombres. Allí parecían haberse reunido todas las lacras y miserias morales y sociales, al anochecer los callejones, patios y esquinas eran oscuros antros, sin mas iluminación que la proporcionada por algunas velas y quinqués que asomaban por los ventanucos. En el interior de los chamizos, los desheredados de la fortuna trataban de acomodarse como podían. Fuera, en las insalubres calles, hombres, mujeres y niños, arrastraban una vida miserable, delictiva y, con frecuencia, rayando lo criminal. Su único alivio consistía en el olvido que podía proporcionarles una botella de ginebra por unos cuantos peniques, para muchas mujeres la prostitución era el único medio de vida.
Jack el destripador, penetró en este hervidero humano en 1888 y con el llegó el miedo y el terror.
Su primer crimen tuvo lugar en Gunthorpe Street, su victima, Martha Turner, una prostituta de mediana edad cuyo cadáver fue encontrado a las 5 de la madrugada en un portal de dicha calle. El cuerpo presentaba 39 puñaladas y el asesino había utilizado dos armas diferentes, una de ellas un cuchillo de hoja larga y la otra un instrumento de cirugía.
Otra prostituta, Mary Ann Nicholls, de 42 años, tuvo la mala suerte de encontrarse con Jack en el callejón de Buck´s Row, en la madrugada del 31 de agosto, la encontró un cartero no lejos de allí, en un patio interior del East End, con el cuerpo destripado y un corte en la tráquea.
El siguiente asesinato tuvo lugar el 8 de septiembre, la victima otra prostituta, Annie Chapman, de 47 años. Un dependiente del mercado de Spitalfields encontró el cuerpo en un patio de Hanbury Street. La cabeza casi completamente separada del cuerpo, había sido atada con un pañuelo alrededor del cuello para mantenerla fija. Sus sortijas, algunas monedas y otros efectos personales, habían sido esparcidos entre los nauseabundos restos. Había sido totalmente destripada, le faltaba un riñón, los ovarios y dos dientes, todo ello de tal forma que revelaba que el asesino poseía considerables conocimientos anatómicos y quirúrgicos.
Grupos de espontáneos vigilantes recorrían las calles armados con garrotes, principalmente por las noches, la policía detuvo a varios inocentes, solo se pudo inferir que el criminal parecía ser zurdo y que tenía notables conocimientos de medicina.
El 28 de septiembre, la agencia central de noticias recibió una nota firmada por el propio Jack el destripador, y que sería la primera de una larga serie de misivas de las que existen razones mas que suficientes para creer que en realidad eran firmadas por el asesino en persona y cuyo contenido era “odio a las prostitutas y seguiré destripándolas hasta que me canse”. El conocimiento de este hecho incrementó el pánico, mientras se fracasaba en los intentos por encontrarle por parte de la policía.
La noche del 30 de septiembre, se cebó en dos mujeres, y dejó la única pista de sus crímenes, Tras el número 40 de Berner Street, fue encontrado en un patio el cadáver de la sueca Long Liz Stride, vertiendo aún sangre a borbotones por la garganta, pero sin presentar ninguna mutilación de órganos. Posiblemente estuvo a punto de ser sorprendido antes de sus atroces prácticas, y furioso por el fracaso se encaminó al oeste de Whitechapel, allí se encontró con Catherine Eddowes, de 43 años, cuyo cuerpo fue apuñalado de forma tan atroz que era prácticamente irreconocible, un vecino declaró haber visto a un hombre huir del lugar de los hechos portando un maletín negro.
Un reguero de sangre se extendía desde el cuerpo mutilado hasta un portal donde alguien escribió con tiza, “los judíos no tienen la culpa”, el jefe de policía Charles Warren ordenó que fuera borrado inmediatamente sin calcarlo ni fotografiarlo.
Al día siguiente , la agencia de noticias recibió una nueva nota, en tinta roja, en la que el criminal manifestaba haber sido sorprendido cuando iba a mutilar a su primera victima, y que la segunda casi le descubre al gritar.
El 9 de noviembre, actuó de nuevo, la última persona, aparte del criminal, que pudo ver con vida a Mary Jeannette Nelly de 25 años, también prostituta, fue un transeúnte llamado George Hutchinson.
Según sus declaraciones estaba acompañada por un hombre pequeño y bien vestido, bigote rubio y sombrero de caza. A primera hora de la mañana encontraron su cadáver en su domicilio. Apareció desnuda y ensangrentada, la cabeza casi separada del cuerpo y el corazón depositado sobre la almohada, sus entrañas colgaban del marco de un cuadro.
Mary fue al parecer la última victima del destripador, aunque según algunos estudiosos se cometieron otros tres asesinatos mas.
Jack el destripador apenas dejó rastros apreciables para el nivel técnico de la policía de aquella época.
La policía cerró el caso pocos meses después de la muerte de Mary Nelly.
Según las hipótesis de Melville Macnaghten, de Scotland Yard, la policía se centro en tres sospechosos, un medico ruso llamado Miguel Ostrog, un judío polaco apedillado Kosmanski que aborrecía a las mujeres y un abogado corrupto llamado Montague John Druitt, los familiares de Druitt estaban convencidos que éste y el destripador eran la misma persona, su primo, el doctor Lionel Druitt tenía una clínica de cirugía en Whitechapel minories, a 10 minutos del mas alejado de los lugares de los crímenes. Druitt no fue ni interrogado ni detenido, poco después del último asesinato desapareció repentinamente. El 31 de diciembre se encontró su cuerpo flotando en el tamesis.
Para otros, el destripador era un medico famoso, deseoso de venganza por la muerte de uno de sus hijos, consecuencia de una enfermedad venérea.
Y para otros, era el hijo de un aristócrata encerrado algún tiempo en un manicomio en la localidad de Ascot, tesis muy arraigada entre las clases populares que creían que la policía conocía la identidad de Jack el destripador pero deseaba mantenerla en el anonimato al pertenecer a la nobleza o aristocracia.
A día de hoy solo una persona sabe la verdad de todo : el propio Jack el destripador. 

jueves, 2 de abril de 2015

La séptuple maldición de Lilith

Cuando Lilith habló le ordenó a Lamec que anotara al final de sus palabras una advertencia para el sabio.
“Maldita sea la cabeza del escriba que altere un solo ápice o carácter de estas verdaderas palabras. Su rostro será deformado y los hijos de sus partes no lo conocerán.”
“Siete veces maldita sea la cabeza del mercader que venda estas palabras por oro en la plaza del mercado.
Él será vendido como esclavo y su nombre perderá su lustre.”
“Siete veces siete sea maldita la cabeza del incrédulo que dañe estas palabras por fuego o agua o por desmoronamiento de tierra. Por ese mismo poder habrá de sufrir tormento y una vergonzosa muerte.”
“Bendita sea la cabeza del escriba que trasmita con diligencia estas palabras. Él será reconocido en su vejez y sus hijos le honraran.”
“Siete veces bendita sea la cabeza del estudioso que estudie estas palabras con reverencia. Su nombre perdurará y sus enseñanzas fructificarán.”
“Siete veces siete sea bendita la cabeza del santo varón que rescata estas palabras de la destrucción.
Él vivirá por siempre y su memoria será honrada entre los sabios.”
Lamec anotó las palabras de advertencia que Lilith le había dicho.
Y yo, Solón de Alejandría, he copiado todas las palabras fielmente de los caracteres angélicos para consuelo de mi soledad. Que la bendición de la Madre Celestial descienda sobre mi cabeza. Amén.