martes, 21 de julio de 2015

Objetivos de la Qabalah

La Qabalah es una guía confiable que conduce a la comprensión del Universo y del propio Ser. Los sabios han afirmado durante mucho tiempo que el Hombre es una miniatura del Universo, conteniendo en su interior los diversos elementos de aquel macrocosmos del cual el es el microcosmos. Cuando se emprende el estudio del Universo, sea interior o exteriormente, se necesita una nueva serie de símbolos; la Qabalah proporciona esa serie de manera insuperable. El glifo del Árbol de la Vida es, al mismo tiempo, un mapa simbólico del Universo en sus principales aspectos, y también un mapa de su equivalente inferior, el Hombre.
La Qabalah también proporciona la base de otra ciencia arcaica: la Magia.
La Qabalah revela la naturaleza de ciertos fenómenos físicos y psicológicos. Una vez percibidos, comprendidos y correlacionados, el estudiante puede usar los principios de la Magia para ejercer un control sobre las circunstancias y condiciones de vida que no se puede lograr de ninguna otra forma. Es decir que la Magia proporciona la aplicación práctica de las teorías suministradas por la Qabalah.
Las principales doctrinas de la Qabalah, están designadas para solventar los siguientes problemas:
El ser supremo, su naturaleza y atributos.
La cosmogonía.
La Creación de los ángeles y el hombre.
El destino de los hombres y los ángeles.

La naturaleza del alma.
La naturaleza de los ángeles, demonios y elementales.
La importancia de la ley revelada.
El simbolismo trascendental de los numerales.
Los peculiares misterios contenidos en las letras hebreas.
El equilibrio de los contrarios.
Además de las ventajas que se pueden obtener de la aplicación filosófica de la Qabalah, los antiguos descubrieron un uso muy practico para la Qabalah literal.
Cada letra del Alfabeto Qabalístico tiene un número, un color, muchos símbolos, y se le atribuye una carta del tarot. La Qabalah no solo ayuda a una mayor comprensión del Tarot, sino que enseña al estudiante a clasificar y organizar todas estas ideas, números y símbolos. El conocimiento de la Qabalah con las diversas atribuciones a cada carácter de su alfabeto capacitará al estudiante para entender y correlacionar ideas y conceptos que, de otra forma, no tendrían ninguna relación aparente.

Divisiones de la Qabalah

La Qabalah es usualmente clasificada en cuatro cabeceras:
La Qabalah práctica
La Qabalah dogmática
La Qabalah no escrita
La Qabalah literal
La Qabalah práctica trata de los talismanes, los rituales y los ceremoniales mágicos.
La Qabalah dogmática contiene la porción doctrinal de esta ciencia. Hay una larga lista de tratados de varias fechas y diversos meritos que hablan y escriben con mayor o menor acierto de la Qabalah escrita, pero los libros verdaderos se reducen a cuatro fuentes:
El Sepher Yetzirah y sus dependencias
El Zohar con sus desarrollos y sus comentarios
El Sepher Sephiroth y sus expansiones
El Asch Metzareth y sus simbolismos
El termino Qabalah no escrita se aplica a ciertos conocimientos que no han sido asentados en ningún libro, pero que han sido transmitidos oralmente.
La Qabalah literal esta referida en diversos lugares. Para comprender y adquirir conocimientos posteriores de esta doctrina es necesario el conocimiento de sus encabezamientos principales. La Qabalah literal esta dividida en tres: GMTRIA Gematria,, NVTRIQVN Notaricon, y ThMVRH Temura.

domingo, 19 de julio de 2015

Desarrollo histórico de la Qabalah

En la historia del pueblo hebreo, Moisés, que conoció toda la sabiduría del antiguo Egipto, asentó y convirtió los principios de la Doctrina Secreta de la Qabalah en los primeros cuatro libros del Pentateuco. También inició a los setenta mayores del pueblo hebreo en los secretos de la Qabalah y ellos, a su vez, lo fueron transmitiendo oralmente de mano a mano, de generación en generación.
De todos los que formaron la línea irrompible de la tradición, David y Salomón fueron los mas profundamente iniciados dentro de la Qabalah.

Después de la muerte de Simeón Ben Jochai, que vivió en la época de la destrucción del Segundo Templo, su hijo Rabbi Eleazar y su secretario Rabbi Abba, ambos discípulos adelantados, publicaron un tratado de Rabbi Simón Ben Jochai, una composición célebre llamada ZHR, Zohar, esplendorosa obra que se erigió como el gran archivo de la Qabalah.
La Qabalah tomada en su forma tradicional y literal, como está contenida en el Sepher Yetzirah, Beth Elohim, Pardis Rimonim y Sepher ha Zohar, es en su mayor parte ininteligible o, a primera vista, un completo disparate para la persona lógica corriente. Sin embargo, contiene como instrumento fundamental de trabajo la joya mas preciosa del pensamiento humano, esa disposición geométrica de nombres, números, símbolos e ideas llamada “El Árbol de la Vida”. Se le llama la mas preciosa joya porque ha sido considerada como el sistema mas conveniente descubierto para clasificar y registrar sus relaciones, lo cual comprueban las ilimitadas posibilidades para el pensamiento análitico y sinteético que se derivan de la adopción de este esquema.
La critica literaria señala como textos principales de la Qabalah al Sepher Yetzirah (atribuido a Rabbi Akiba) y al Sepher ha Zohar (de Rabbi Simeón Ben Yochai), en el siglo XVIII el primero y en el siglo III o IV el segundo.
Algunos historiadores sostienen que la Qabalah es un derivado de ideas Pitagóricas, Gnósticas y fuentes Neoplatónicas.
En su brillante ensayo "El Origen de Las Letras y Los Números de acuerdo con el Sepher Yetzirah", Mr. Phineas Mordell sostiene que la Filosofía de números de Pitágoras (el mas grande enigma de todos los sistemas filosóficos de la antigüedad) es idéntico al del Sepher Yetzirah, y que su filosofía surgió aparentemente de una de las escuelas fonéticas hebreas. Mordell, finalmente, aventura la opinión de que el Sepher Yetzirah representa los fragmentos genuinos de Philolao, que fue el primero en publicar la filosofía de Pitágoras, y que Philolao parece corresponderse curiosamente con Joseph ben Uziel, que escribió el Sepher Yetzirah.
Si la segunda teoría puede mantenerse, podemos entonces suponer un origen pre-Talmudico para el Sepher Yetzirah, probablemente el siglo II anterior a la Era Cristiana.
El Zohar, si realmente el trabajo de Simeón ben Yochai no fue consignado por escrito en aquel momento pero había sido oralmente transmitido por los compañeros de las Asambleas Santas, fue finalmente escrito por Rabbi Moses ben Leon, en el siglo XIII.
Madame Blavatsky aventura la hipótesis de que el Zohar, como ahora lo poseemos, fue adaptado y reeditado por Moses de Leon después de haber sido desfigurado en su mayor parte por rabinos judíos y eclesiásticos cristianos antes del siglo XIII.
El Dr. S.M. Schiller Szinessy, que fue profesor de literatura rabínica y talmúdica en Cambridge, dice:
El núcleo del libro es de los tiempos Mishnicos. Rabbi Simeón ben Yochai fue el autor del Zohar en el mismo sentido que Rabbi Yohanan fue el autor del Talmud palestino; es decir, dio el primer impulso a la composición del libro. Y consideró que Mr. Arthur Edward Waite, en su obra clásica y erudita “La Santa Qabalah”, donde examina la mayoría de los argumentos que se refieren al origen e historia del Libro de los Esplendores, se inclina por la opinión ya expresada aquí, evitando las posturas extremas, creyendo que, mientras una gran parte pertenece realmente a la era de ben Leon, una mayor parte lleva de forma indeleble el sello de la Antigüedad.
Una presentación muy parecida a la hipótesis anterior, puede encontrarse en “El Misticismo Judío” del Prof. Abelson, donde leemos:
Debemos guardarnos de seguir la opinión equivocada de un cierto grupo de teólogos judíos que nos haría contemplar la totalidad de la Qabalah medieval (de la cual el Zohar es una parte visible y representativa) como una importación exterior, repentina y extraña. Realmente es una continuación de la vieja corriente de pensamiento Talmúdico y Midrashico, con la adición de elementos extraños recogidos, como era inevitable por la trayectoria de la corriente a través de muchas tierras; elementos cuya asociación debe haber transformado en muchas formas el matiz y la naturaleza original de la corriente.
Sea como sea, e ignorando los aspectos estériles de controversia, la aparición publica del Zohar fue la gran señal en el desarrollo de la Qabalah, y hoy en día podemos dividir su historia en pre-Zoharica y post-Zoharica.
Mientras que no se puede negar que hubo profetas judíos y escuelas místicas de gran habilidad, y que poseían gran cantidad de saber recóndito en los tiempos Bíblicos, como el de Samuel, los Essenes, y Philo, la primera escuela qabalística de la cual poseemos público y exacto registro, fue conocida como la Escuela de Gerona en España (siglo XII DC), llamada así porque su fundador, Isaac el Ciego, y muchos de sus discípulos nacieron allí. No se sabe prácticamente nada del fundador de la escuela. Dos de sus estudiantes fueron Rabbi Azariel y Rabbi Ezra. El primero fue el autor de una obra filosófica clásica titulada “El Comentario Sobre las Diez Sephiroth”, una excelente y la mas lúcida exposición de filosofía qabalística, considerada una obra autorizada por aquellos que la conocen.
Estos fueron aventajados por Nachmanides, nacido en 1195 D.C., quien fue el artífice de la atención prestada a este sistema esotérico en aquellos tiempos en España y en Europa en general. Sus obras tratan, principalmente, de los tres métodos de permutación de números, letras y palabras.
La filosofía qabalistica experimentó una profunda elaboración y exposición en manos de Isaac Nasin y Jacob ben Sheshet, en el siglo XII.
La próxima en sucesión fue la Escuela de Segovia, y sus discípulos, entre los cuales estaba Todras Abulafia, un médico y financiero que ocupó una de las posiciones mas importantes y distinguidas en la corte de Sancho IV, Rey de Castilla.
La característica predisposición de esta escuela fue su devoción a los métodos exegéticos; sus discípulos se esforzaron por interpretar la Biblia y el Hagadah de acuerdo con la doctrina de la Qabalah.
Otra escuela contemporánea creyó que el judaísmo de aquel momento, tomado desde un punto de vista exclusivamente filosófico, no indicaba “el camino correcto al Santuario”, y se esforzaron en combinar filosofía y Qabalah ilustrando sus diversos teoremas con formulas matemáticas.
Hacia el año 1240 nació Abraham Abulafia. Estudió filología, medicina y filosofía, así como los pocos libros de Qabalah que en aquel momento existían. Pronto intuyó que la filosofía de los números de Pitágoras era idéntica a la expuesta en el Sepher Yetzirah y, mas tarde, insatisfecho con la investigación académica, se dedicó a aquel aspecto de la Qabalah denominado Qabalah Práctica, que hoy en día llamamos Magia.
El Zohar impresionó de tal forma al célebre metafísico Ramón Lull, que le sugirió el desarrollo del Ars Magma, una idea en cuya exposición exhibe las mas sublimes ideas de la Qabalah, contemplándola como a una ciencia divina y una revelación genuina de Luz en el alma humana. Fue una de aquellas pocas figuras aisladas atraídas por su estudio, que entendió su uso de un tipo particular de símbolos, y se esforzó en construir un alfabeto filosófico y mágico práctico.
Abraham Ibn Wakar, Pico di Mirandola, Reuchlin, Moses Cordovero, e Isaac Luria, son unos pocos de los pensadores mas importantes anteriores al siglo XVII cuyas especulaciones han afectado en formas diversas al progreso de investigación Qabalística.
El primero (un aristoteliano) hizo una tentativa realmente noble de reconciliar a la Qabalah con la filosofía académica de su tiempo, y escribió un tratado que es un excelente compendio de Qabalah.
Mirandola y Reuchlin fueron cristianos que emprendieron un estudio de la Qabalah con el motivo oculto de obtener un arma adecuada con la cual convertir a los judíos al cristianismo.
Cordovero se convirtió en un maestro de la Qabalah a una temprana edad y sus obras son filosóficas y tienen poco que ver con la cuestión práctica o mágica.
Luria fundó una escuela totalmente opuesta a la de Cordovero. El mismo fue un celoso y brillante estudiante del Talmud y del saber rabínico, pero se encontró con que el simple retiro a una vida de estudio no le satisfacía. Acto seguido se retiró a las orillas del Nilo, donde se dedicó exclusivamente a la meditación y a las prácticas ascéticas, recibiendo visiones de carácter sorprendente. Escribió un libro exponiendo sus ideas sobre la teoría de la Reencarnación ("ha Gilgolim"). Un alumno suyo, Rabbi Chayim Vital, produjo una amplia obra titulada “El Árbol de la Vida”, basada en las enseñanzas orales del maestro, dando de esa forma un ímpetu tremendo al estudio y práctica qabalistica.
Existen varios qabalistas de diversa importancia en el periodo intermedio de la historia del Post-Zoharico. Rusia, Polonia y Lituania dieron refugio a gran numero de ellos.
El movimiento evangelista espiritual, inaugurado entre los judíos de Polonia por Rabbi Israel Baal Shem Tov en la primera mitad del siglo XVIII, es lo suficientemente importante como para citarlo aqui.
Pues, aunque el Jasidismo, como se llamó a este movimiento, deriva su entusiasmo del contacto con la naturaleza y con el aire libre de los Cárpatos, tiene su origen literario y su significativa inspiración en los libros que forman la Qabalah.
El Jasidismo dio las doctrinas del Zohar al “Am ha-Aretz” como ningún grupo de rabinos había conseguido hacerlo, y además, parece ser que la Qabalah Practica recibió al mismo tiempo un impulso considerable. Pues nos encontramos con que Polonia, Galicia y ciertas zonas de Rusia fueron escenarios de actividades de rabinos errantes y especialistas del Talmud, a quienes se les dio el nombre de “Tsadikim” o magos; hombres que asiduamente dedicaban su vida y sus poderes a la Qabalah Práctica. Aun así, no fue hasta el siglo pasado, con un impulso a toda clase de estudios de mitología comparativa y controversia religiosa, que descubrimos un intento de unificar todas las filosofías, religiones, ideas científicas y símbolos en un Todo coherente.
Eliphaz Levi Zahed, un diacono católico romano de señalada perspicuidad, publicó un brillante volumen en 1852, “Dogma y Ritual de Alta Magia”, en el que encontramos síntomas claros e inequívocos de una comprensión de la base esencial de la Qabalah. Sus diez sephiroth y las veintidos letras del alfabeto hebreo como una organización adecuada para la construcción de un sistema práctico de comparación y síntesis filosófica.
Se dice que publicó esta obra en un momento en que la información sobre todos los temas ocultos estaba rigurosamente prohibida por la Escuela Esotérica a la cual pertenecía.
Hallamos después un volumen afín publicado poco tiempo después, “La Historia de la Magia”, donde indudablemente para protegerse de la censura que apuntaba hacia el y para despistar a insospechados seguidores de la pista contradice sus anteriores teorías y conclusiones.
Varios fieles expositores de impecable erudición de la ultima mitad del siglo XIX fueron los artífices de la moderna regeneración de los principios fundamentales y sensatos de la Qabalah, sin ribetes teológicos ni supersticiones histéricas que habían sido depositadas sobre esta venerable y arcana filosofía durante la Edad Media. Algunos de ellos fueron: W. Wynn Westcott que tradujo el Sepher Yetzirah al inglés y escribió “Una Introducción al estudio de la Qabalah”; S.L. McGregor Mathers el traductor de partes del Zohar y “La Magia Sagrada de Abramelin el Mago”; Madame Blavatsky, aquella mujer de corazón de león, que atrajo la atención de estudiantes occidentales por la filosofía esotérica oriental; Arthur Edward Waite, que realizo sumarios asequibles y muy bien expuestos de varias obras qabalisticas.

Qabalah. La sabiduría secreta

"Salve a Ti, Señor de mi Vida,
porque me has permitido penetrar muy dentro en el Santuario de tu Inefable Misterio,

y te has dignado a manifestarme algún fragmento de la Gloria de Tu Ser."
En la época presente, una poderosa ola de materias ocultas se esta esparciendo dentro de la sociedad. El hombre pensante está empezando a despertar y a comprender que existen muchas mas cosas en el cielo y en la tierra, de las que podría soñar en las filosofías cotidianas. Y por ultimo, aunque de ninguna manera por lo mínimo, se está descubriendo ahora que la Biblia es mas que un simple libro de historia, que esta construido de forma mas elaborada que ningún otro libro y que contiene numerosos pasajes oscuros y misteriosos, los cuales han sido bloqueados de una manera ininteligible con una clave que mantiene oculto su contenido. Esta clave está dada precisamente en la Qabalah.
La Qabalah debe definirse como una doctrina esotérica universal. Es una sabiduría que pretende tratar in extenso los problemas del origen y naturaleza de la vida, y la evolución del hombre y del universo.
La leyenda cuenta que esta filosofía es un conjunto de conocimientos que primero fueron enseñados por el Demiurgo a una selecta compañía de inteligencias espirituales de alto rango quienes, después de la caída, comunicaron sus mandatos divinos a la humanidad que, en realidad, eran ellos mismos encarnados.
En hebreo es llamada QBLH, Qabalah, que es una derivación de la raiz QBL, Qibel, que significa recibir.
La apelación de este concepto viene de la costumbre de transmitirse los conocimientos esotéricos oralmente. Esta transmisión está estrechamente ligada con la tradición.
Se le llama también la Chokmah Nistorah, La Sabiduría Secreta, denominada así porque ha sido transmitida oralmente por los Adeptos a los Discípulos en los Santuarios Secretos de Iniciación. La tradición cuenta que ninguna parte de esa doctrina fue aceptada como autorizada hasta que hubo sido sujeta a criticas e investigaciones severas y minuciosas, mediante métodos de estudio practico.
La Qabalah es un sistema de filosofía espiritual o teosofía (usando esta palabra en sus implicaciones originales) que ha ejercido durante siglos una gran influencia en el desarrollo espiritual de los judíos, el pueblo que mas protegió la Qabalah a lo largo de la historia, y que ha llamado la atención de teólogos y filósofos renombrados, particularmente en los siglos XVI y XVII.
Algunos de los personajes que se sintieron cautivados por esta sublime ciencia fueron: Ramon Lull, celebre escolástico, metafísico y químico muerto en 1315; John Reuchlin, renombrado escolástico que revivió la literatura oriental en Europa (1455-1522); John Picus de Mirandola, famoso filosofo de la Escuela Clásica; Cornelius Agrippa, distinguido filósofo y médico; John Baptist Von Helmont, destacable químico y físico descubridor del hidrogeno; Robert Fludd, famoso médico y filósofo; Baruch Espinoza, filósofo judío excomulgado; y, por ultimo, Henry More, famoso especialista en Platón de Cambridge.
Todos estos hombres, después de su incansable trabajo e investigación en el terreno científico, dedicaron su valioso tiempo a estudiar, sin desmerito de su ciencia, la profundidad de las profundidades, demostrando con ello que la naturaleza divina camina de la mano con la ciencia. Ellos encontraron la satisfacción mental en el estudio de la Qabalah, conjugando al mismo tiempo ciencia, filosofía y religión.
El llamado de la Qabalah no esta de ningún modo restringido a escritores, médicos y filósofos; el poeta puede encontrar en ella otra dimensión donde expandir su genio y el hombre común puede hallar respuesta a múltiples preguntas.

martes, 14 de julio de 2015

La aterradora leyenda del Museo Reina Sofía de Madrid

Los fantasmas del museo Reina Sofia

Durante el reinado de Carlos III se encargó a Francisco Sabatini terminar un proyecto iniciado por José de Hermosilla, que consistía en construir un gran hospital en el que concentrar los pequeños centros médicos que hasta el momento se encontraban repartidos por toda la ciudad.
Durante el reinado de Felipe III existia en ese lugar un albergue para indigentes, donde iban a morir.
A este albergue se fueron añadiento otros hospitales, hasta formar lo que se llamó Hospital General de San Carlos.
Así, el Hospital General fue inaugurado por Carlos III, en 1787, con capacidad para 18.000 enfermos.
Hasta el año 1831 tuvo en sus sótanos las dependencias del Real Colegio de Cirugía de San Carlos. A partir de esa fecha y hasta el año de su cierre pasa a depender de la Diputación Provincial. Durante la Guerra Civil se convierte en hospital de sangre y depósito de cadáveres; así mismo, sirve de centro de torturas y según cuentan se llegaron a realizar ejecuciones.
Desde entonces el hospital sufrió distintas modificaciones y mantuvo sus funciones hasta que en 1965 cerró sus puertas. A partir de esa fecha, sufrió unos penosos años de abandono e incluso se  llegó a pensar en demolerlo, pero la Academia de San Fernando y la Dirección General de Bellas Artes se opusieron  a ello, y lograron mantenerlo en pie, incluso fue declarado mediante Real Decreto de 1977 edificio historico-artistico. Cinco años después se decidió que era un buen lugar para albergar el que se llamaría Museo de Arte Moderno Reina Sofía.
Se dice que en sus primeros años de funcionamiento murieron en él muchas personas debido a las distintas epidemias que asolaron la ciudad. La mayoría de ellas acabaron enterradas en el subsuelo del hospital y quizás de ahí vengan los sucesos que después hicieron que este lugar sea uno de los misteriosos de la capital. Desde sus inicios se contaba que eran comunes las apariciones de gente ya muerta que anunciaban el fin a los que estaban con pie y medio en el otro mundo.
Cuando se reformó para hacer el museo se encontraron esqueletos, cadenas y grilletes e incluso cuando en 1990 se llevó a cabo una segunda remodelación aparecieron tres monjas momificadas enterradas en la antigua capilla del hospital, que según se cuenta siguen hoy descansando bajo una de las torres del edificio por la que discurre uno de los ascensores panorámicos, en concreto la que está a la izquierda de la puerta principal del museo.
Cuando se inauguró el museo, los guardas de seguridad afirmaban haber visto un desfile espectral vagando por los largos pasillos. Y así ina extensísima lista de episodios sin ninguna lógica, lo que hizo quela entonces directora de la pinacoteca, María Corral, y posteriormente su sucesor en el cargo, José Guirao, solicitaran la ayuda del Grupo de Investigación de Fenómenos Paranormales (HEPTA), que estaba compuesto por el sacerdote José Mª Pilón, la psicóloga Paloma Navarretey la periodista Sol Blanco Soler. Los miembros de este grupo estuvieron dos veces en el museo, la primera en 1992 porque por la noche los ascensores se ponían en marcha solos, lo que obligaba al personal de seguridad a hacer rondas constantemente para comprobar que no había entrado ningún extraño. Los expertos del HEPTA pudieron comprobar que los ascensores se ponían en marcha aún estando desconectados.
Todo se reavivó en 1992 cuando llegó al museo el Guernica. Desde entonces los vigilantes nocturnos comenzaron a notar sensaciones extrañas: puertas que se abrían y cerraban solas, alarmas que se disparan, gritos aterradores, y todo tipo de hechos terroríficos.
Varios expertos en parapsicología y una médium concluyeron que el fantasma era real y que era un sacerdote que había muerto aquí torturado durante la guerra civil.

El beso (Gustavo Adolfo Becquer)

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
—Con verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial—, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.
—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid. Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.
II.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiles que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño. Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos. Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
—Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el interpelado—, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido—. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo —añadió otro de los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el capitán—, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla! —exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.
—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo. Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:
—No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
—Pero... —exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh no! —continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros—: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el capitán—, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
—Nada, nada, es preciso que la veamos —decían los unos.
—Sí sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión —añadían los otros.
—¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesia en que os alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis —respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo, bravo! —exclamaron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
—Conque... hasta la noche.
—Hasta la noche.
III.
Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres. Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
—¡Por quien soy! —exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista—, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.
—Efectivamente —dijo otro—, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
—Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
—Calma, señores, calma —interrumpió el anfitrión—; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! —prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes—, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca. A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:
—Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:
—Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios. En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
—¡En verdad que es un ángel! —exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol! —añadió otro.
—No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella? —preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda. A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:
—¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa, y poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.
—¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.
—No... —prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez—, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuerza de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!
Y esto diciéndole ,llevóle la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
—¡Capitán! —exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba—, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
—¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...?
¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnifico! —exclamaron sus camaradas—, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:
—¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?
—¡Oh!, sí, seguramente —dijo uno de los que le escuchaban—, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso...! ¡Miseria, podredumbre...! —exclamó el capitán—. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
—¡Capitán...! —exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros—, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.

miércoles, 8 de julio de 2015

La Torre de Londres

Situada en la ribera norte del río Támesis, la Torre de Londres no es una torre en sí, sino un castillo histórico fundado alrededor del año 1066 como parte de la conquista normanda de Inglaterra.
En el conjunto de edificios sobresale la llamada Torre Blanca, que se convirtió en símbolo de la opresión ejercida por los invasores sobre los ingleses. A lo largo de los siglos y hasta la fecha ha tenido diversos usos como edificio público; ha sido, por ejemplo, sede de la Casa de Moneda y depósito de las joyas de la Corona. También funcionó como prisión en tiempos de crisis política, y de esta época derivan muchas de sus historias sobrenaturales. En el siglo XV desaparecieron ahí los pequeños príncipes Eduardo V y Ricardo, duque de York, presuntamente asesinados por instrucciones del duque de Gloucestershire, quien sería coronado como Ricardo III. En los siglos XVI y XVII en sus celdas también estuvieron presos otros personajes, entre ellos la futura reina Isabel I; algunos fueron ejecutados en el sitio, como el religioso Tomás Moro, las mujeres de Enrique VIII Ana Bolena y Catalina Howard, y Jane Grey, quien en 1553 fuera reina de Inglaterra durante nueve días.
 Se dice que la Torre es escenario de apariciones fantasmales y de otros hechos difíciles de explicar. Ya en el siglo XV los guardias aseguraban haber visto a los fantasmas de los niños sacrificados por Ricardo III, aunque no hay evidencias de que hayan muerto allí. La aparición más común, sin embargo, es la de Ana Bolena, cerca del lugar de su ejecución, acompañada por una corte fantasmal. Otros espectros frecuentes son el de Sir Walter Raleigh, quien fue ejecutado en el lugar por órdenes del rey Jacobo I, y el de la condesa de Salisbury, otra víctima de Enrique VIII. La Torre albergó además el zoológico real (en 1815 uno de los guardias vio el fantasma de un oso y falleció por la impresión). Por la misma época Edmund Lenthal Swift, guardián de las Joyas de la Corona, observó un tubo de cristal lleno de un fluido denso de color blanco y azul pálido que flotaba entre la mesa y el techo de la llamada Torre Martin, y tras seguir una trayectoria errática se desvaneció.
Se han reportado otras visiones inquietantes, como la de una mujer sin rostro y carrozas funerarias.

La venta de los gatos. (Gustavo Adolfo Becquer)

En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay entre otros ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, y entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderos que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas, llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.
Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos a cual más pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral, un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo, ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir.
Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo. De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural. Comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno. No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo que llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarle y conservarle como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.
Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban un alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a coro cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros. La muchacha morena, esbelta y decidora, que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres y componía las coplas y las decía acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.
Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de afección, que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas. Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo plateada por la luna que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído, y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad, pero que no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él parecía interesarse.
-Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar todo lo posible-, voy a pedirle un favor.
-¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones-. Diga usted que, si está en mi mano, es cosa hecha.
-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme un rato perplejo. Extrañaba, por una parte, la petición, que no dejaba de ser bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si era de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el momento a añadir:
-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere a alguna. Pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.
No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había impresionado; pero, sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra. Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto; pero mientras duró encontró forma de contarme del pe al pa toda la historia de sus amores.
La venta donde había tenido lugar la función era de su padre, el cual le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus padres.
Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él siguió cantando a más no poder. Uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era;
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que le aguardaba impaciente... Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se me borró nunca de la memoria.
II.
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente. Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los poetas en su hiperbólico lenguaje llaman Reina de la Andalucía, una de las cosas que más vivamente me impresionaron fue sin duda la completa transformación que había sufrido en el espacio de tiempo que duró mi ausencia. Yo dejé una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a la Fuoco. Tan extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba.

Visité los edificios más notables; torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por último, me dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones. Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles a cual más pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.
Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso, en que la vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos y, por último, San Jerónimo. Al llegar aquí, con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquellos, y todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarrillo de papel sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza que era gris.
Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

-¿En qué piensas?
-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía aquí dentro de la imaginación todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí, dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una tarde a merendar y a tener un rato de jarana?
-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces-. ¡Un rato de jarana! ¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso!
-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.
-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio.
Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra. Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo. Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me rodeaba. Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo. Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. Por aquí, un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá, un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra.
Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera estrambótica e imposible. Por último llegué al ventorrillo. Lo recordé más por el rótulo, que aún conserva escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años, y lo conocí no sé por qué pues, en este tiempo, había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba salud, satisfacción y vida.
Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber, que me lo sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores cuyo último capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí desde que nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un hermano; después, con un cariño más grande todavía. Ya estaban en vísperas de casarse Yo les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.
«Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer una locura, yo estaba como atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo. Yo no sé decir qué me pasó. Creí que se me había acabado el mundo».
«Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que nosotros. Criada aquí, al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla un momento. Todo fue inútil; su familia no quería.
Al cabo la vio, pero la vio muerta; por aquí pasó su entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a voces: «Esa es joven como Amparo.
Como ella, sería también hermosa. ¿Quién sabe si será?» Y era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra y así me lo trajeron. Después se volvió loco y loco está».
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de los muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a servirles.
La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo, lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me pareció la cuerda de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento, las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares.
En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba la mano fuera,
por ella la conocí.
Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante, sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.

jueves, 2 de julio de 2015

El fantasma de Kate Morgan

Kate Morgan era una joven de 24
años, natural de Iowa, llegó el día 24 de noviembre de 1892 al hotel del Coronado, donde se hospedó.
Siendo una mujer casada, llegó sola al hotel, algo nada común en aquellos años, en los que las mujeres siempre viajaban con sus esposos.
Kate y su esposo tenían fuertes discusiones constantemente, los problemas matrimoniales crecían a diario, los conocidos de la pareja llegaron a creer que Kate pediría el divorcio, a pesar de las grandes presiones sociales de la época.
A los cinco días de registrarse en el hotel, uno de los trabajadores encontró el cuerpo sin vida de Kate en unas escaleras que llevaban a la playa.
Kate tenía una bala en la cabeza y una pistola en la mano.
Su muerte fue declarada como suicidio, pero muchos pensaron que al estar pensando Kate en pedir el divorcio, su esposo la asesinó. La teoría cobra fuerza cuando la bala que se extrajo de su cabeza, según el informe balístico, no coincidía con la de la pistola que tenía en su mano.
Nunca se llegó a esclarecer el suceso.
Desde entonces, el fantasma de Kate  habita permanemente el hotel, tanto trabajadores como huéspedes aseguran haber visto el espíritu de una dama muy elegantemente vestida, por la playa, los pasillos del hotel, y en especial en la tercera planta.
En la habitación 302, en la que e alojó Kate, es en la que mas se siente la presencia de una mujer, los objetos caen sin motivo, la electricidad falla, el frío se apodera de la habitación y una oscura figura fantasmal agita las sabanas de la cama.
Muchos seguidores de lo paranormal visitan el hotel en busca de contactar con ella, sin embargo, Kate solo se presenta ante personas que desconocen su historia y únicamente están en el hotel por cualquier otro motivo.
El hotel del Coronado tiene mas fantasmas, que se aparecen a huéspedes y empleados, pero ninguno llega tener la fama de la siempre hermosa y elegante Kate Morgan.