miércoles, 8 de julio de 2015

La venta de los gatos. (Gustavo Adolfo Becquer)

En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay entre otros ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, y entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de maderos que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas, llenos de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.
Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos a cual más pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral, un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo, ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir.
Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo. De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural. Comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno. No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más o menos embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo que llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarle y conservarle como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.
Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban un alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a coro cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros. La muchacha morena, esbelta y decidora, que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres y componía las coplas y las decía acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus compañeras, mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.
Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de afección, que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas. Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo plateada por la luna que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído, y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad, pero que no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él parecía interesarse.
-Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar todo lo posible-, voy a pedirle un favor.
-¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones-. Diga usted que, si está en mi mano, es cosa hecha.
-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme un rato perplejo. Extrañaba, por una parte, la petición, que no dejaba de ser bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si era de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el momento a añadir:
-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere a alguna. Pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.
No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había impresionado; pero, sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra. Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto; pero mientras duró encontró forma de contarme del pe al pa toda la historia de sus amores.
La venta donde había tenido lugar la función era de su padre, el cual le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus padres.
Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él siguió cantando a más no poder. Uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era;
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que le aguardaba impaciente... Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se me borró nunca de la memoria.
II.
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente. Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los poetas en su hiperbólico lenguaje llaman Reina de la Andalucía, una de las cosas que más vivamente me impresionaron fue sin duda la completa transformación que había sufrido en el espacio de tiempo que duró mi ausencia. Yo dejé una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a la Fuoco. Tan extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba.

Visité los edificios más notables; torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por último, me dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis excursiones. Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles a cual más pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.
Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso, en que la vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados y corpulentos y, por último, San Jerónimo. Al llegar aquí, con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba de la famosa venta y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquellos, y todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo de las mozuelas que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarrillo de papel sin más variación que tener blanca como la nieve la cabeza que era gris.
Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

-¿En qué piensas?
-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía aquí dentro de la imaginación todos los agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí, dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una tarde a merendar y a tener un rato de jarana?
-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces-. ¡Un rato de jarana! ¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso!
-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.
-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio.
Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes de añadir una sola palabra. Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo. Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me rodeaba. Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo. Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. Por aquí, un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más allá, un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con su hábito talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los ojos fijos en la tierra.
Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera estrambótica e imposible. Por último llegué al ventorrillo. Lo recordé más por el rótulo, que aún conserva escrito con grandes letras en una de sus paredes, que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba mucho más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años, y lo conocí no sé por qué pues, en este tiempo, había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba salud, satisfacción y vida.
Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber, que me lo sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores cuyo último capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí desde que nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un hermano; después, con un cariño más grande todavía. Ya estaban en vísperas de casarse Yo les había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.
«Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer una locura, yo estaba como atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo. Yo no sé decir qué me pasó. Creí que se me había acabado el mundo».
«Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que nosotros. Criada aquí, al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla un momento. Todo fue inútil; su familia no quería.
Al cabo la vio, pero la vio muerta; por aquí pasó su entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a voces: «Esa es joven como Amparo.
Como ella, sería también hermosa. ¿Quién sabe si será?» Y era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin sentido en tierra y así me lo trajeron. Después se volvió loco y loco está».
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de los muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a servirles.
La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo, lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me pareció la cuerda de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban a mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento, las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos lugares.
En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba la mano fuera,
por ella la conocí.
Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante, sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.

jueves, 2 de julio de 2015

El fantasma de Kate Morgan

Kate Morgan era una joven de 24
años, natural de Iowa, llegó el día 24 de noviembre de 1892 al hotel del Coronado, donde se hospedó.
Siendo una mujer casada, llegó sola al hotel, algo nada común en aquellos años, en los que las mujeres siempre viajaban con sus esposos.
Kate y su esposo tenían fuertes discusiones constantemente, los problemas matrimoniales crecían a diario, los conocidos de la pareja llegaron a creer que Kate pediría el divorcio, a pesar de las grandes presiones sociales de la época.
A los cinco días de registrarse en el hotel, uno de los trabajadores encontró el cuerpo sin vida de Kate en unas escaleras que llevaban a la playa.
Kate tenía una bala en la cabeza y una pistola en la mano.
Su muerte fue declarada como suicidio, pero muchos pensaron que al estar pensando Kate en pedir el divorcio, su esposo la asesinó. La teoría cobra fuerza cuando la bala que se extrajo de su cabeza, según el informe balístico, no coincidía con la de la pistola que tenía en su mano.
Nunca se llegó a esclarecer el suceso.
Desde entonces, el fantasma de Kate  habita permanemente el hotel, tanto trabajadores como huéspedes aseguran haber visto el espíritu de una dama muy elegantemente vestida, por la playa, los pasillos del hotel, y en especial en la tercera planta.
En la habitación 302, en la que e alojó Kate, es en la que mas se siente la presencia de una mujer, los objetos caen sin motivo, la electricidad falla, el frío se apodera de la habitación y una oscura figura fantasmal agita las sabanas de la cama.
Muchos seguidores de lo paranormal visitan el hotel en busca de contactar con ella, sin embargo, Kate solo se presenta ante personas que desconocen su historia y únicamente están en el hotel por cualquier otro motivo.
El hotel del Coronado tiene mas fantasmas, que se aparecen a huéspedes y empleados, pero ninguno llega tener la fama de la siempre hermosa y elegante Kate Morgan. 

miércoles, 1 de julio de 2015

La leyenda de la Santa Inquisición

Para los especialistas, la leyenda negra de la Inquisición está ya superada. No así entre el gran público, que no entiende cómo durante tres siglos y medio algo menos de 5.000 personas pudieron ser ajusticiadas por motivos religiosos. El fenómeno es comprensible, sin embargo, teniendo en cuenta el erróneo concepto de libertad religiosa vigente en aquella época. La Iglesia aclaró en el Concilio Vaticano II que es la dignidad humana, no la verdad, el fundamento de la libertad de conciencia y lamentó el uso de la violencia al "servicio" de la verdad.
El origen de la Inquisición española se remonta a 1242 y su abolición definitiva data de 1834. Sin embargo, el Santo Oficio adquirió mayor auge desde su refundación por los Reyes Católicos en 1478 y hasta el advenimiento de la dinastía borbónica a inicios del XVIII.
La Inquisición española es no sólo una entidad polémica, sino también poco conocida por el gran público. Aproximarse a su actuación no significa, obviamente, realizar una apología. Divulgar su trayectoria equivale más bien a contrastar datos, interpretándolos en un contexto y también saber cómo valora la Jerarquía de la Iglesia en la actualidad su actuación global.
Muchos y renombrados expertos contemporáneos han dado por zanjadas posturas de defensa a ultranza o condena total: "la controversia ideológica, el enfrentamiento religioso, tan agudos en tiempos lejanos, han dejado paso a una actitud serena y ecuánime que comparten hombres de las más diversas tendencias. No se trata de ensalzar ni de abominar, simplemente comprender, lo que no implica deplorar determinados comportamientos", ha afirmado el académico de la Historia A. Domínguez Ortiz.
DE LA LEYENDA NEGRA AL RIGOR HISTÓRICO
No cabe duda de que toda leyenda negra posee cierto fundamento y parte de falsedad, por ejemplo, en cuanto a su origen, que no es medieval ni español. La muerte en hoguera fue utilizada del Imperio Romano. Con la progresiva cristianización de Europa se fue fraguando la mentalidad de que la herejía, atentado grave contra la fe, era equivalente al delito de "lesa majestad" (en el que se incurría, por ejemplo, al atentar contra la vida del rey). En el caso de la herejía, se consideraba agraviada la majestad divina.
Además, las autoridades civiles tomaron en consideración el indudable peligro social que entrañaba la disidencia religiosa de los bautizados que, de hecho, solían provocar divisiones, tumultos, guerras (como en el caso de los cátaros o albigenses en el siglo XIII).
EL PRIMER TRIBUNAL
El primer tribunal inquisitorial propiamente dicho no fue español: nació en Sicilia en 1223, con licencia papal, a petición del emperadorFederico II Hohenstaufen, interesado en congraciarse con Roma. En España no se introduce hasta veinte años más tarde; como en otros paises europeos, los tribunales dependían de los obispos diocesanos y fueron generalmente benévolos.
Es cierto, sin embargo, que el Santo Oficio español se convirtió con los Reyes Católicos en un tribunal eclesiástico supeditado a la monarquía; fue un instrumento represivo de la herejía y de la disidencia religiosa, influido con frecuencia por lo política, de un modo poco comprensible para la mentalidad actual.
EMPIEZA LA LEYENDA NEGRA
La leyenda negra inquisitorial se inicia en la primera etapa de su actuación durante el reinado de Isabel y Fernando (1480-1500): se dio un excesivo celo en la persecución de falsos conversos de origen judío y abusos en la confiscación de sus bienes.
Estos hechos contrastan, en general, con las medidas religiosas que impulsaron a lo largo de su reinado: desde la postura propia de las monarquías renacentistas de entonces (control de lo eclesiástico), contribuyeron a la reforma del clero regular y secular, antes de las propuestas del Concilio de Trento, preparando de ese modo a los artífices de la cristianización de América. Si ésta es la cara de sus medidas eclesiásticas, la Inquisición puede considerarse la cruz.
A finales del siglo XVI, exiliados politices españoles como González Montano en Alemania o Antonio Pérez, ex-secretario de Felipe II,en Francia e Inglaterra, difundieron el germen de la leyenda negra. Media Europa acogió de buen grado los libelos anti-españoles, según el hispanista H. Kamen, bien por su rivalidad en el dominio marítimo (Gran Bretaña, Francia), o por su deseo de librarse del dominio politice español (Paises Bajos, norte de Italia).
La Ilustración y los afrancesados del XVIII continuaron la campaña y desde el siglo XIX, otro exiliado español, Juan Antonio Llorente, ex-secretario del Santo Oficio madrileño, fue el mejor difusor de la leyenda negra, a través de su "Historia critica de la Inquisición española",que contiene algunos elementos de interés, junto a errores de bulto de carácter estadístico.
DESENMASCARAMIENTO
Para desenmascarar la leyenda negra, según el académico L. Suárez Fernández, no es necesario aludir a ejemplos paralelos o más crueles como las persecuciones promovidas, por ejemplo, por los anglicanos y calvinistas de entonces. Quizá sea preferible, y no es poco, aproximarse a los datos históricos, con sus luces y sombras.
Desde principios de siglo muchos historiadores occidentales se han interesado por el fenómeno inquisitorial español. Aunque actualmente no faltan opiniones sumamente criticas, en general, entre los expertos el tema se aborda desde aspectos no beligerantes, más cercanos a la reconstrucción de la mentalidad de control religioso de una sociedad, que pretendió unificar la fe de nuestros antepasados (ante judíos y musulmanes) y defenderla de la ruptura protestante.
Son numerosos los expertos anglosajones, franceses, centroeuropeos, escandinavos, judíos y españoles, pertenecientes a escuelas y tendencias diversas, quienes han realizado análisis sin el sesgo antihispánico o anticatólico de otras épocas. Puede afirmarse que entre muchos especialistas en la Inquisición española su leyenda negra está asimilada y superada, aunque no ocurra algo paralelo entre los estudiantes de Humanidades y el gran público.
HABLA LA IGLESIA
Por su parte, la jerarquía católica ha dado a conocer su postura en el Concilio Vaticano II al clarificar el concepto de libertad religiosa ("Dignitatis humanae" ;7-12-65) y las relaciones con los no cristianos ("Nostra aetate" 28-10-65), que coincide sustancialmente con la postura de los primeros teólogos cristianos (Tertuliano, San Ambrosio de Milán, San Juan Crisóstomo), para quienes "no es licito que una religión aplaste a otra con violencia". Juan Pablo II se refirió a la Inquisición española en su primer viaje pastoral a nuestro país, aludiendo a las "tensiones, errores y excesos" que protagonizó. En su Carta Apostólica "Terbio Millenio Adveniente" (1011-94), el Santo Padre hace mención a los métodos intolerantes
y violentos que han sido utilizados a veces por eclesiásticos. En la misma linea, la Conferencia episcopal española se ha lamentado del "uso de la violencia al servicio de la verdad" dentro de la Iglesia.
Obviamente los cristianos actuales no tienen culpa subjetiva por las actuaciones de otros bautizados en siglos pasados, de modo semejantemutatis mutandis, los Ministros de Justicia de ahora no tienen responsabilidad ante los errores y abusos de los tribunales civiles de los siglos XVI y XVII, aunque tanto unos como otros pueden sacar conclusiones de hechos pasados. Se debe tener en cuenta, por otra parte, que a la Iglesia, de la que se espera santidad, siempre se la mira con lupa para señalarla con dedo acusador, olvidando que sus miembros son falibles.
LAS ESTADÍSTICAS HABLAN
Para hacerse una idea cabal del control religioso que ejerció la Inquisición es preciso afrontar los datos estadísticos. Hasta finales de los años 70 ha existido cierta confusión sobre el número de victimas mortales del Santo Oficio. Es preciso aclarar, no obstante, que los ajusticiados por herejía no son las únicas víctimas: existían penas menores (cárcel, multas, penitencias, etc.) y además, las familias de los reos quedaban marcadas por la infamia durante generaciones (de ahí la importancia que se dio en la España del XVII a la "limpieza de sangre", es decir, a no tener antepasados falsos conversos del judaísmo o islamismo, perseguidos por la Inquisición).
Desde la perspectiva actual, para un cristiano es inconcebible la pena de muerte por motivos ideológicos o religiosos: una sola muerte por esas causas es rechazable para nosotros. Pero las circunstancias de hace quinientos años eran otras: también la legislación civil aplicaba con frecuencia la pena capital y la religión era un valor preciado a defender incluso de modo cruento. Es necesario, sin embargo, conocer realmente el alcance de la violencia inquisitorial desde el siglo XV.
Las primeras cifras sobre victimas son de cronistas de la época (Pulgar, Palencia, Bernáldez): entre 1481 y 1488, etapa rigurosa en Andalucía, fueron ajusticiadas unas 2000 personas, en su mayoría judíos bautizados que renegaban de su nueva fe. A partir del siglo XIX, se consideraron válidas (aunque más tarde se demostraron erróneas) las cifras globales aportadas por J.A. Llorente, el citado secretario del tribunal de Madrid: el 9,2% de los juzgados.
En 1986, Contreras y Henningsen, dos expertos, publicaron las conclusiones de un estudio realizado sobre 50.000 causas inquisitoriales sobreseidas entre 1540 y 1700, etapa de gran influencia social de la Inquisición: su conclusión es que el 1,9% del total de encausados fueron condenados a hoguera. Referido a una etapa más amplia, Escandell afirma que entre 1478 y 1834 (refundación y abolición del Santo Oficio), se condenó a muerte al 1,2% de los juzgados.
¿FUE LA INQUISICIÓN ANTISEMITA?
El Santo Oficio persiguió esencialmente la herejía y algunas desviaciones morales (bigamia, blasfemia, incumplimiento del celibato, etc.). Entre los juzgados por razón de la fe destacan los falsos conversos del judaísmo, del islamismo y los seguidores de Lutero. Los hebreos bautizados con escasa sinceridad que mantenían los ritos mosaicos (criptojudaísmo) constituyeron un problema religioso de primer orden desde finales del siglo XV hasta principios del XVII.
Las relaciones entre judíos y cristianos hablan sido desiguales antes del reinado de los Reyes Católicos. Los hebreos no siempre pudieron convivir en paz en Sefarad (España). Perseguidos por algunas leyes visigodas, hallaron tranquilidad con reyes castellanos y aragoneses como Alfonso X el Sabio o Pedro IV el Ceremonioso. Pero a finales del siglo XIV diversas ciudades (desde Sevilla a Barcelona) se levantaron de modo violento contra los prestamistas judíos, odiados por unos acreedores que debían pagar un interés del 33% anual, máximo permitido por la ley. Esta tensa situación propició la salida de población hebrea y otra oleada de bautismos por conveniencia de algunos, denominados "cristianos nuevos".
COMUNIDADES JUDÍAS Y SU EXPULSIÓN
Los Reyes Católicos fueron, inicialmente favorables a los judíos (el rey Fernando tenía sangre hebrea por linea materna) y un buen grupo de ellos servia en la Corte. En Castilla y Aragón existían unas 220 aljamas (comunidades hebreas) con cerca de 100.000 habitantes. Estos dependían directamente de los reyes, eran protegidos por leyes singulares y aportaban tributos especiales: constituían, sin embargo, una clase de súbditos de segunda categoría.
Como es sabido los sefardíes (judíos españoles) fueron expulsados por los Reyes Católicos en 1492, siguiendo una línea politice adoptada anteriormente en reinos europeos como Inglaterra y Francia. Bien conocían Isabel y Fernando que su decisión no era "rentable" desde el punto de vista económico, ya que muchos hebreos se dedicaban al comercio y al mundo financiero, pero en su postura tuvo gran peso un motivo religioso y social: se temía la efectividad del proselitismo hebreo y se quiso evitar la violencia popular de los acreedores contra las aljamas. La alternativa era recibir el bautismo o el exilio forzoso, elegido por la inmensa mayoría de los sefardíes.
Algunos autores contemporáneos han comparado la acción del Santo Oficio contra el criptojudaísmo al holocausto nazi.
Es cierto que los sefardíes vivían en barrios especiales y que el Concilio IV de Letrán (1215) instó a que utilizaran una marca externa para distinguirlos de los cristianos (algo que podría recordar a la estrella de David bajo Hitler) pero la citada medida conciliar se difundió poco en España y tenía carácter religioso, no estrictamente racista.
TORTURA Y AVARICIA
Cabe subrayar que si las victimas del holocausto nazi fueron unos seis millones de seres humanos en pocas décadas, las de la Inquisición fueron menos de 5.000 en tres siglos y medio. El motivo de la persecución es también distinto: por una parte, los Reyes Católicos aplicaron una de sus máximas: la unidad territorial está unida a la unidad de la fe, un principio que ejercieron las monarquías renacentistas y el propio Lutero.
Por otro lado, el odio popular hacia los judíos, sin excluir cierto racismo de tipo religioso, tenía relación con la falta de solvencia de los acreedores cristianos, mientras que en el III Reich la aversión poseía unas profundas raíces de racismo pagano.
La leyenda negra de la Inquisición se asocia al abuso de la tortura y al enriquecimiento de los tribunales mediante la confiscación de bienes a los reos.
Durante el siglo XVIII, se difundieron unos grabados sobre la tortura inquisitorial del francés Picart que no corresponden a la realidad por exceso. Los tormentos eran, no obstante, terribles, tenían como finalidad producir un gran dolor físico a los acusados, sin llegar a la mutilación o muerte, para conseguir su confesión (en el caso de herejía, el reo confeso era librado de la pena capital). El Santo Oficio utilizó de hecho con menor frecuencia la tortura que otros tribunales coetáneos (era ordinario usarla en todos). Hispanistas como Lea o Kamenconfirman con estadísticas que en épocas "duras" (hasta 1530) en tribunales muy activos se utilizó el tormento en el uno o dos por ciento de los casos.
A veces se presenta al Santo Oficio como una organización de rapiña. Es cierto que a los acusados se les confiscaban los bienes para cubrir los gestos del arresto y del tribunal, pero según estudiosos como R. de Carande o F. Braudel nunca constituyeron un negocio, aunque se dieron abusos contra los falsos conversos judíos hacia 1480 y 1 725.
La Inquisición siempre tuvo interés en acallar los rumores sobre avaricia, mientras fue solvente hasta mediados del siglo XVI; más tarde, los hechos se encargaron de desmentirlo: tuvo que buscar vías alternativas de financiación (asignación de canonjías, préstamos hipotecarios, compra de minas, etc.)
SIN PREJUICIOS
Acercarse sin prejuicios a la historia de la Inquisición española es necesario para tomar posición de modo adecuado sobre realidades pasadas.

Sería interesante que muchos cristianos "de a pie", supieran encarar este polémico asunto con datos y argumentos, viajando mentalmente a la mentalidad de entonces. Si ahora la democracia, la tolerancia o la ecología son valores compartidos ampliamente en la sociedad occidental, para los hombres y mujeres de los siglos XIII al XVII, la religión, el honor de Dios y la defensa de la fe eran considerados bienes comunes, patrimonio de la mayoría, aunque tanto antes como ahora se cometan injusticias y abusos.



lunes, 22 de junio de 2015

La pulsera negra

Según cuenta la leyenda, en algunos hospitales de Estados Unidos utilizan unas pulseras de color negro para marcar la hora a la que falleció una persona y cual fue el motivo de su muerte. Si ves a alguien con una de estas pulseras podrías estar junto a un fantasma…

Thomas era un joven médico que trabajaba en un hospital de Dakota del Norte. Su vocación y sus ganas de salvar vidas eran el único motivo por el que no caía rendido de cansancio en unas interminables guardias que podían prolongarse hasta 36 horas y que le dejaban exhausto.
Aquella noche había sido especialmente dura, el servicio de urgencias no tuvo ni un respiro y Thomas había tenido que encargarse por primera vez de una paciente sin el respaldo de otro doctor. Luchó por la vida de la chica, que no debía tener más de 22 años, durante más de dos horas, pero desde que llegó se había considerado un caso perdido y en el hospital decidieron priorizar a otros pacientes que tenían más posibilidades de sobrevivir. Los daños que había sufrido la joven en ese accidente de tráfico múltiple eran tan graves, que incluso si Thomas hubiese conseguido obrar un milagro y la chica hubiese sobrevivido, las secuelas hubiesen sido tan graves que probablemente habría quedado en estado vegetativo.
Los médicos más experimentados del hospital habían acudido en la ayuda de los otros accidentados y decidieron “bautizar” a Thomas con un caso imposible para que un primer “fracaso” le hiciera comprender lo dura que es su profesión y no empezara a creérselo demasiado. Además priorizando a otros de los heridos habían conseguido salvar la vida de tres personas, en lo que había sido el peor accidente de tráfico que habían registrado las carreteras de la región en meses.
Thomas era consciente de que la chica probablemente nunca tuvo posibilidades de sobrevivir, pero aún así se sentía destrozado por dentro y tuvo que tragar saliva para contenerse las ganas de llorar cuando le puso una pulsera negra a la fallecida. La pulsera negra era un protocolo de su hospital que servía para marcar a un difunto y señalar la hora y causas de su muerte. Normalmente eran las enfermeras quienes se encargaban de rellenar los datos y ponerle la pulsera antes de mandar un cadáver al depósito.
Pero Thomas pensó que haciéndolo él, el recuerdo de su primer “fracaso” le serviría para aprender y avanzar en la que puede llegar a ser una de las profesiones más duras. Memorizó cada una de las facciones de la chica y la cubrió con una sábana para que uno de los celadores se la llevara en una camilla por un interminable pasillo que conducía al depósito de cadáveres.
Al finalizar su turno, su cara demacrada por el cansancio y el fuerte impacto emocional de perder a su primer paciente le habían dejado destrozado. No era la primera vez que alguien se moría en una mesa de operaciones frente a él, pero esta era la primera vez que él era el doctor al mando y el “único responsable”.
En su mente repasaba todos y cada uno de sus movimientos y trataba de buscar cual fue su error o si había algo más que pudiera haber hecho. Pero incluso él mismo, sabía que su proceder había sido impecable y que cuando a alguien le llega la hora es imposible luchar contra el destino.
Cabizbajo y caminando casi dormido entró en el ascensor. Se dirigía a la séptima planta donde tenía su ropa, lo único que quería era cambiarse e irse a dormir a la residencia que estaba a pocas calles del edificio del hospital. Eran las cuatro de la mañana y el hospital parecía vacío, tan absorto estaba en sus pensamientos que casi ni se dio cuenta de que había alguien dentro del ascensor cuando entró. Una mujer le saludó:
-Uff y yo que creía que tenía mala cara, ¿chico pero que te ha pasado?
Thomas se giró y vio a una mujer de unos cuarenta años que le sonreía, estaba casi tan pálida como él y aunque no tenía muchas ganas de conversar la contestó.
-Hoy ha sido un día muy duro, no se ni como estoy todavía de pie. Además he perdido a mi primer paciente. Le dijo mientras ponía un gesto que denotaba que estaba a punto de echarse a llorar.
-Pues por la cara que pones estoy segura que has hecho todo lo que podías, no seas tan duro contigo mismo.
-Muchas gracias, probablemente mañana pueda verlo de otra forma – dijo Thomas mientras se giraba a ver porque se había abierto la puerta del ascensor en una planta que ninguno de los dos había marcado.
Al mirar fuera vio la silueta de una joven en mitad del pasillo, al terminar de abrirse la puerta del ascensor comenzó a girarse lentamente hacia ellos. Thomas al ver la cara de la chica dio un salto hacia atrás y pegó la espalda a la pared del ascensor mientras señalaba a la chica que había fuera y trataba de decir algo sin conseguir articular palabra. De repente pareció recuperar el control de su cuerpo y se abalanzó hacia el panel del ascensor presionando repetidamente el botón que cerraba las puertas. La mujer que había en el interior del ascensor se quedó mirándole perpleja cuando la puerta se cerró cuando faltaba menos de un metro para que la joven que había fuera entrara en el ascensor.
-E… e… esa chica – dijo tartamudeando del susto – yo mismo la vi morir, no pude hacer nada para salvarla y le puse esa pulsera negra.
La mujer que se había mantenido pegada a la pared sonrió y mientras levantaba el brazo le preguntó:
 ¿Una pulsera cómo esta?
Thomas se giró a mirarla y vio como en su muñeca había una pulsera de color negro, idéntica a las que usan en el hospital. El joven médico se desmayó del susto y en su caída agarró fugazmente el brazo que le mostraba la mujer con la que había compartido la charla en el ascensor.
Minutos después encontraron a Thomas aún desfallecido en el suelo del ascensor. Todos atribuyeron su desmayo al cansancio. Pero él sabía que lo que había pasado era real, en su mano tenía una pulsera negra que había arrancado sin querer del brazo de la mujer que había en el ascensor mientras caía desmayado. Al revisar la pulsera pudo comprobar que la mujer había fallecido dos años antes en un accidente de tráfico muy similar al de la chica que quiso salvar.

viernes, 19 de junio de 2015

El sol, la luna, el día, la noche, el verano, el invierno, para los antiguos nórdicos

El mal siempre sigue los pasos del bien con la intención de destruirlo, por lo que los antiguos habitantes del Norte creían que tanto Sól (el Sol) como Mani (la Luna) eran perseguidos incesantemente por los lobos Sköll (repulsión) y Hati (odio). Hijos de Fenrir, el lobo gigante, la bestia del Ragnarök y hermanos de Mánagarm, el perro de la Luna que devora la carne de los muertos.
Pero la envidia los sacudía y su único objetivo era alcanzar y devorar a los brillantes y hermosos objetos que perseguían, Sköll perseguía a Sól y Hati a Mani, para que el mundo volviera a estar envuelto en su oscuridad inicial. Pero pendía de ellos una maldición hecha por Odín: sólo cuando llegara el Ragnarök serían capaces de alcanzarlos y destrozar los carros celestiales.
Se decía que a veces, los lobos alcanzaban e intentaban devorar sus presas, produciendo los eclipses. Entonces, la gente aterrorizada provocaba un estruendo tan ensordecedor, que los lobos, asustados por el ruido, los soltaban de sus mandíbulas. Una vez libres de nuevo, Sól y Mani reanudaban su camino, perseguidos velozmente por los hambrientos monstruos a través de su estela, esperando con ansia el momento en el que sus esfuerzos se vieran recompensados con el fin del mundo. Las naciones del Norte creían que sus Dioses habían emergido de una alianza entre el elemento divino (Börr) y el mortal (Bestla, la giganta), por lo que eran finitos y estaban condenados a perecer junto al mundo que habían creado.
Mani también estaba acompañado de Hiuki, la Luna creciente, y Bil, la Luna menguante, dos niños que había arrebatado de la Tierra, donde un cruel padre los había obligado a acarrear agua durante toda la noche. Los antiguos habitantes del norte creían ver a estos niños, con sus cubos perfilándose levemente sobre la Luna.
Los dioses no sólo nombraron al Sol, la Luna, el Día y la Noche para señalar el transcurso del día, pues también asignaron al Atardecer, la Medianoche, la Mañana, el Amanecer, el Mediodía y la Tarde para que compartieran sus tareas, nombrando al Verano y al Invierno como los gobernadores de las estaciones, como dirigentes del paso de los años, hasta el ocaso de los dioses.
Verano, desciende directamente de Svasud (el suave y el encantador). Heredó el carácter gentil de su señor y era amado por todos excepto por Invierno, su mortal enemigo e hijo de Vindsual, el cual era a su vez hijo del desagradable dios Vasud, personificación de los vientos helados.
Los vientos fríos soplaban continuamente desde el Norte, enfriando toda la Tierra y los nórdicos creían que eran puestos en movimiento por el gran gigante Hresvelgr (el devorador de cadáveres), el cual, ataviado con plumas de águila, se sentaba al borde del extremo norte de los cielos y cuando levantaba sus brazos o alas, frías ráfagas se creaban y soplaban despiadádamente sobre la faz de la Tierra, destruyéndolo todo con su aliento helado.

martes, 16 de junio de 2015

Raynham Hall y el fantasma de Dorothy

19 de septiembre de 1936, los fotógrafos Indre Shira y Provand, visitan la mansión Raynham Hall, en el condado de Norfolk (Inglaterra), para realizar un reportaje fotográfico de la villa encargado por la revista Country Live. Mientras van realizando tomas de distintos lugares de la mansión bromean sobre las antiguas leyendas que hablan de los fantasmas de ésta casa, sin saber que están a punto de tomar la fotografía paranormal quizás más famosa de la historia.

Poco o ningún interés tenían en cerciorarse si existían o no los fantasmas, como tampoco acudían allí para perseguirlos y dar fe que realmente existían. Como auténticos profesionales, se limitaron a realizar su tarea prioritaria: fotografiar tanto los exteriores como los interiores de Raynham Hall para la revista “Country Life”, centrándose en el interés arquitectónico e interiorista de la mansión del siglo XVII.

Raynham Hall
Hacia las 16h00, se encontraban ambos terminando la ronda fotográfica de los pisos superiores, fijándose en la emblemática y majestuosa escalera de roble que unía la planta baja a la planta noble. El Capitán Provand se preparaba para hacer la foto con la cámara junto con Indra Shira, sosteniendo éste el flash con el brazo alzado, en el último escalón inferior del tramo. De pronto, Shira se sobresaltó:
-¡Dios mío! Provand…. ¡allí hay algo!
Provand no lo entendió y pensó que hablaba de la belleza de aquella escalera y, haciendo caso omiso a la advertencia, colocó el ángulo de tiro listo para el disparo.
Shira afirmaría posteriormente haber visto una forma etérea bajar por aquella suntuosa escalera de roble, dirigiéndose hacia ellos; pensó, de buenas a primeras, que se debía tratar de alguna broma pesada, pero aquello no podía ser, teniendo en cuenta el inmenso respeto que se tenía a la leyenda de los fantasmas de Raynham Hall.
Aseguraría que aquella forma etérea flotaba a escasos centímetros de los escalones y que se dirigió hacia ellos, convenciéndose de que aquello no podía ser otra cosa que un espíritu…
Por reflejo profesional, Shira apretó el obturador del flash cuando aquel espíritu flotante estaba a mitad de camino de ellos, y luego le entró la risa nerviosa. Provand sacó la cabeza de debajo del manto de la cámara para mirar a su alrededor, y se extrañó de que Shira hubiese disparado el flash sin esperar a su señal. Provand no había visto nada de nada en el objetivo de la cámara… nada más que la escalera.
-¡No lo creerás, Provand, pero en la cámara tienes la fotografía del fantasma de Raynham Hall! espetó Shira, sin dejar de reirse nerviosamente.
Provand se convenció que su socio había momentáneamente perdido la cabeza por culpa del silencio y del lúgubre ambiente del caserón. Pero una vez en el coche y de vuelta a Londres. Shira le apostó cinco libras de que, cuando se revelase la foto, no solo se vería la escalera.
Para acabar con la tontería de su socio, Provand no esperó al día siguiente para ir al laboratorio. Decidieron ambos abrir las oficinas, aún pasada la hora del cierre, y revelar las placas para así dar por terminada la apuesta y embolsarse las 5 libras de Shira.
Shira buscó a una tercera persona, un testigo presencial para que viera con sus propios ojos la evolución del revelado. Echaron mano de un contable que, en ese momento, iba a marcharse; mediante un par de libras e insistentes ruegos, el contable aceptó el papel de testigo y contempló cómo la placa era colocada en la solución fijadora directamente desde la cámara.
El contable en cuestión aseguraría posteriormente: “Si no hubiese visto toda la operación desde un principio, jamás lo hubiera creído!”
Ante los asombrados ojos de los tres hombres, fue apareciendo lentamente la escalera de Raynham Hall y… en la misma fotografía, una figura alta, etérea de una mujer vestida con ropas blancas y largas, sin facciones discernibles, aunque se podía apreciar que era una fémina de unos treinta años. Sus ropajes parecían ser un manto nupcial y una especie de capucha en la cabeza.
La famosa fotografía, junto con la narración de los hechos protagonizados por Shira y Provand, fue publicada el 6 de diciembre de 1936 en el “Country Life”, y poco después en la revista norteamericana “Reader’s Digest”, no sin antes ser debidamente examinada por expertos, quienes aseguraron que la fotografía no había sido manipulada y que, por tanto, no se trataba de un fraude.
Subsistía, sin embargo, una pregunta inquietante: ¿Quién era el fantasma que bajaba por aquella espléndida escalera de roble?
El espectro que pudieron observar los fotógrafos presuntamente correspondería a la señora Dorothy Walpole.  hermana de sir Robert Walpole, considerado primer ministro de Inglaterra, que nació en 1686 y falleció en 1726.
Tras la muerte de Dorothy comenzaron a sucederse incidentes de naturaleza inexplicable en la mansión inglesa. Dueño y empleados de la villa, como el señor Tosland, Loftus o Harway, vivieron aterrados ante las apariciones de una joven. Una situación que llegó a provocar varias investigaciones policiales.
En los atestados que se realizaron tras las pesquisas quedaron registrados los testimonios. Descripciones que siempre coincidían en la vestimenta que portaba el espectro: ropas de tonalidades marrones. Y lo que es más sorprendente: todos los testigos afirmaban que se traba de Dorothy Walpole.
Durante el pasado siglo las apariciones de la “dama marrón” de Raynham Hall han disminuido, pero a pesar de ello los fenómenos continúan sucediéndose: extraños acontecimientos que tienen como aval la fotografía fantasmal más popular de la parapsicología y en la que a día de hoy, ningún análisis ha podido detectar fraude alguno.

miércoles, 10 de junio de 2015

Mouras

Las Mouras son seres feéricos, bellas mujeres, rubias o pelirrojas, ojos azules, piel blanca, seductoras, visten lujosos vestidos, maravillosas joyas y pies descalzos, viven en el agua de las fuentes o ríos, también en ruinas de antiguos monumentos, bajo tierra o bajo cualquier lugar de agua, donde suelen guardar sus tesoros valiosísimos.
Entre sus cualidades están el baile, la composición y la interpretación, tienen la capacidad de adoptar diversas formas, aunque suelen preferir la de serpiente.
Pasan tiempo sentadas a orillas de ríos y manantiales, lavando o tejiendo, también peinando sus largas melenas con peines hechos de oro.
A quien rompa su hechizo le recompensan con grandes tesoros y riquezas.
Se aparecen de día cerca de sus hogares, especialmente el día de San Juan.
Si un hombre las ve, es seducido por de ellas, y la única forma que ella también se enamore es rompiendo el hechizo, bien besándola o bien haciendo un ritual que ella misma indicará la forma.
Quien consiga romper el encantamiento, conseguirá casarse con la moura, que se habrá convertido en una hermosa joven y poseerá el tesoro que esta guardaba.
Todas las mouras tienen muchísimas riquezas.

domingo, 7 de junio de 2015

Aleister Crowley

 hoy está considerado como el mago más importante de nuestro siglo, del que surgió buena parte del ocultismo moderno. Sus contemporáneos le calificaron como «la bestia humana» o «el hombre más perverso del mundo». Sin embargo, esa leyenda negra estaba sostenida por el interés del propio Aleister Crowley en escandalizar a la pacata sociedad victoriana que le rodeaba. 
A los ocho años Aleister Crowley cogió un gato, le administró arsénico y, para que no opusiera resistencia, le suministró cloroformo. Así pudo gasearle en el horno, después quemarle y, tras otras torturas, le despellejó vivo.
Su madre le llamaba «La Bestia» y «666» porque su hijo le recordaba las dos bestias del Apocalipsis, cuyo texto dice: «Vi como salía del mar una bestia, que tenía diez cuernos y siete cabezas... Abrió su boca en blasfemias contra Dios... Le fue otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos... El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis».
El niño no se amilanaba ante la comparación y la llamaba «estúpida santurrona». Cuando su madre murió, ya adulto, añadió «¡que el diablo tenga su alma!». Crowley no sentía más simpatía por su padre, llegando a sustituir su nombre, Edward Alexander, por el de Aleister.
No hubo persona a la que no destrozara, juramento que no incumpliera, vicio que no probara. Su primera mujer era hermana de uno de sus amigos, una joven viuda harta del acoso de sus pretendientes, a la que Crowley ofreció «matrimonio sin consumación» para que se librase de ellos. Se casaron y, a las pocas horas, Crowley incumplía su compromiso. Ella se hizo alcohólica y murió en uno de sus delirium tremens. Antes de divorciarse, Crowley casi mata a su suegra al tirarla por la escalera cuando la echaba a patadas de su casa.
Su segunda esposa también acabó alcoholizada. Él mismo era un drogadicto que consumía heroína, cocaína, opio, hachís, marihuana, peyote y mescal, entre otras drogas.
Era bisexual y le gustaba colgar a sus amantes boca abajo en el guardarropa y marcarles con sus dos caninos que, según dicen, se afiló con este propósito. Algunos de sus discípulos sufrieron alteraciones nerviosas, como Lord Tankerville o Victor Neuburg al que Crowley maldijo. Victor decía que esa era la razón de sus múltiples enfermedades.
Otros tuvieron menos suerte y perdieron la vida como Raoul Loveday, de quien se dijo que había sido envenenado por «La Bestia». También murió Alexis Pache, un alpinista suizo, cuando se encontraba a solas con Crowley en una escalada. Otro, Norman Mudd, se suicidó. Pero no sólo sus discípulos; también uno de sus maestros, Liddell MacGregor Mathers, murió convencido de que le aniquilaban las poderosas emanaciones mágicas procedentes de Crowley.
Los periódicos de la época le llamaron, entre otras lindezas: «el hombre más perverso del mundo», «el rey de la depravación», «el hombre al que nos gustaría ahorcar», «el caníbal», «la bestia humana», y el peor insulto para un inglés de su época, «germanófilo».
Ni siquiera con su muerte cesaron los ataques furibundos, incluso del máximo representante de la justicia británica, el Ministro de Su Graciosa Majestad, quien declaró: «Aleister Crowley es el personaje más inmundo y más perverso del Reino Unido».
Esta es la leyenda que le acompañó toda su vida, azuzada por la prensa durante más de treinta años. No hay perversidad, ni crimen, ni acción maligna de la que no fuese acusado. Pero en el año 2001 no estamos en la Inglaterra victoriana y el mundo es hoy mucho más tolerante y libre que lo que era a principios del siglo XX.

La Otra Cara De La Leyenda
Algunas de las «maldades» de Crowley como, por ejemplo, tomar el sol desnudo en la playa pueden hacernos reír. Pero sólo hasta que recordamos que en los años sesenta hubo que imponer la tolerancia en las playas para que los turistas nos dejaran sus divisas.
A la luz de sus biógrafos, podemos entender mejor la leyenda negra creada alrededor de su persona. Trasladémonos a Leamington, en el condado inglés de Warcwickshire, el 12 de octubre de 1875. Acaba de nacer Edward Alexander, que más tarde conoceremos como Aleister Crowley.
Su infancia se desenvuelve en un ambiente opresivo y puritano, ya que sus padres pertenecen a la secta más intransigente y rigurosa de la época, los «Hermanos de Plymouth». Para ellos todo es pecado o debilidad inaceptable. Por eso, Emilie, su madre, nunca le abraza, ni le besa, ni le cuenta cuentos, ni le deja leer ningún libro, excepto la Biblia.
Aleister, a pesar de la rigidez familiar, hace trastadas que Emilie castiga llamándole «la Bestia del Apocalipsis», el sumum de la maldad para los «Hermanos de Plymouth». Él se defiende asumiendo el nombre de «La Bestia» y rebelándose contra todo aquello que representa su familia. Si en nombre del «bien» le torturaban y le hacían desgraciado, él adoraría al «mal». Se convertirá así en un mago luciferino, que no diabólico, adorador sistemático del mal.
En una de sus conferencias explicará por qué torturó al gato que mencionábamos al principio. Su madre le había dicho que los gatos tenían nueve vidas y decidió comprobarlo constatando, una vez más, que sus enseñanzas eran falsas. El torturador del gato no era un sádico desalmado, sino un crío inquisitivo.
Su padre, el hombre cuya boca nunca había blasfemado o dicho una injuria, que había abandonado su imperio económico para dedicarse a la religión, muere de cáncer de lengua, cuando Aleister tiene doce años. Su tío materno se encargará de que su educación sea aún más rígida a partir de entonces.
El Crowley adolescente, con una inteligencia superior a la normal y en un ambiente represivo, se salta continuamente las reglas. Desde leer a escondidas, a perder la virginidad a los catorce años con una de las criadas, pero ¡en la cama de mamá! que tiene más mérito trasgresor.
A los diecisiete años, su madre y su tío deciden dejarle por imposible e ingresa en el Trinity College de Cambridge sintiéndose, por primera vez en su vida, libre. Sorprendentemente, no le escatiman los medios económicos, y él los aprovecha para divertirse, salir, beber o tener relaciones. Pero Crowley también estudia y mucho, aunque se niega a examinarse. Sin embargo, su erudición y seriedad en el trabajo es tal que el Profesor Hastings cuenta con él como colaborador en la «Enciclopedia de la Historia de las Religiones y de la Ética».
En esta época, se rebela contra la hipocresía social, haciéndose pasar por Conde Ruso y publicando una obra erótica: White Stains (Manchas Blancas) que se la dedica a su «pío» tío materno.
El escándalo es tal que prepara una conferencia: «La miseria sexual en Gran Bretaña, por el Doctor Aleister Crowley, escapado de la Universidad de Cambridge. Preside la sala un tapiz indio con un enorme falo, y Crowley se dirige a los asistentes: «¡Las manchas blancas no están sólo en las sábanas sino en las gafas de los que "ven" febrilmente la perversión!».
Se hace amigo de intelectuales y artistas con continuas estancias en Londres y en París, donde conoce al escultor Rodin, al novelista Somerset Maughan, a la bailarina Isadora Duncan, a Rilke, el poeta, etc... Descubre el alpinismo, que ejerce con entusiasmo, participando en importantes expediciones a los Alpes, el Himalaya y Méjico, generalmente acompañado del científico Oscar Eckenstein.

Nace El Mago
El hombre que está considerado como el mago más importante del siglo XX se ha ido preparando, probablemente sin saberlo, para la magia. Dispone de un profundo saber religioso por su colaboración en la Enciclopedia del Profesor Hastings. Tiene conocimientos científicos, es un excelente ajedrecista, sabe astrología y su carta astral indica que es un semidios. Además, apuntan sus seguidores, ha nacido con las señales búdicas: la lengua pegada que requirió cirugía a los dos días de su nacimiento, la fimosis de la que le operaron a los quince años y los cuatro pelos en forma de esvástica al lado del corazón que indica encarnaciones sobrenaturales.
Crowley comienza su camino mágico de forma consciente en Cambridge al leer el libro de Mathers: «La Cábala desvelada». Después descubrirá la compilación del ceremonial mágico realizada por A.E. White. El 31 de diciembre de 1896, en Estocolmo, tiene su primera experiencia de liberación interior: «Descubrí que poseía una capacidad mágica que formaba parte de mí. Fue una experiencia dolorosa y terrible a la vez, que me dio la llave del placer y el éxtasis espiritual».
A los veintitrés años ingresa en la Golden Dawn, la más importante sociedad iniciática del mundo moderno, con conexiones en toda Europa y gran influencia en su historia reciente. Su jefe es Mathers y Crowley recibe el nombre de Perdurabo, montando un templo de magia blanca y otro de negra.
En este período los logros mágicos son constantes y Crowley asegura realizar viajes y entrevistas astrales, materializaciones de los elementales, de los silfos y de diversas fuerzas celestiales y demoníacas.
Mathers encuentra en París un manuscrito del siglo XV, «El libro de la magia sagrada de Abramelin el mago», y este se va a convertir en el centro de los estudios y prácticas de Crowley. Para ello precisa construir un oratorio en lugar mágico, aislado y tranquilo que encuentra en Escocia: la finca Boleskine, frente al lago Ness.
Allí construye Crowley su oratorio según establece el libro, con una, salita para los espíritus. En ese lugar conjura a su Ángel de la Guarda, su verdadero ser, con quien establece una perfecta comunión. Sólo cuando lo consigue puede convocar a los cientos de espíritus, ángeles y demonios, que figuran en el citado grimorio y realizar talismanes.
Boleskine le permite provocar de nuevo. Cambia el título de Conde Svareff por el de Señor de Boleskine y viste la falda escocesa ante la alegría de las damas que pueden ver sus estupendas piernas.
Otro país clave en la vida de Crowley es la India. Allí se inicia en el tantrismo, la erótica sagrada, el sexo sagrado como vía de acceso al conocimiento iniciático, que practicaría asiduamente con hombres y mujeres, y en China descubre el I Ching.
Con la llegada del siglo XX, Crowley inicia un período de grandes viajes por todo el mundo en la línea de su admirado Sir Richard Burton.
En 1901 la muerte de la reina Victoria le pilla en Méjico, preparando una de sus escaladas. Cuando el alcalde de Amecameca le da la noticia, Crowley se pone a lanzar gritos de júbilo y a bailar una frenética danza de los pieles rojas, explicando al alcalde que la muerte de la reina era el fin del peor símbolo humano de intolerancia social y religiosa.
Méjico se convierte en un país clave en su vida al entrar en contacto con Don Jesús Medina, que le introduce en la masonería y en los secretos de mayas y aztecas. Es aquí donde Crowley asegura haber verificado su método para lograr la invisibilidad y haber descubierto la llave secreta de la Gran Obra.

La Mujer Escarlata
El mago ha buscado en vano a la mujer escarlata que pueda ser compañera de vida y de magia. Por fin la halla en su esposa, Rose Kelly, con la que llega a Egipto, haciéndose pasar por un príncipe persa. Rose, la mujer a la que, según la leyenda, Crowley habría forzado, era feliz con él.
A través suyo, el dios Horus, le manda que entre en la sala de la Gran Pirámide a mediodía de los días 8, 9 y 10 de Abril de 1904 y que escriba todo lo que oiga. Crowley así lo hace y escribe «El Libro de la Ley», un libro de inspiración divina y por tanto sagrado. Crowley era el mensajero de su verdad trascendental: el ocaso de los dioses ha llegado y una nueva época ha comenzado. El nuevo «eon» liberará al hombre a través del conocimiento de su libro, la esencia de la ley será: «Haz lo que quieras». Según este principio no hay ley por encima de la voluntad individual.
En 1920, Crowley vive de acuerdo con el Libro de la Ley en el pueblo siciliano de Cefalú donde funda la Abadía de Thelema con sus dos amantes y sus hijos, en la que recibe múltiples visitas. «Haz lo que quieras» se concreta en una vida comunal en la que hay libertad sexual, droga y magia.
A Cefalú llega un joven especialmente dotado, Raoul Loveday, en el que Crowley cree ver su heredero.
Pero éste muere y el escándalo hace que Mussolini ordene la expulsión de toda la comuna.
Se enfrenta entonces a una de las épocas más amargas de su vida, de la que le salvará la O.T.O. (Orden de los Templarios de Oriente) llevándoselo a Alemania. Durante el resto de su vida continuaron acosándole y acusándole, suspendiendo la publicación de sus obras y cancelando sus intervenciones públicas.
El 1 de diciembre de 1947, a los setenta y dos años de edad, Crowley moría de una crisis cardíaca. Una edad sorprendente para un drogadicto del que se decía que tomaba once gramos diarios de heroína. Sus últimas palabras fueron: «Estoy perplejo».

Y En Los Años 60... Resucitó
La Bestia había muerto y cuando sus contemporáneos creían descansar de ella, sus nietos la subían a los altares. Los Beatles incluyeron su foto en la portada de «Sargent Pepper's» bajo un texto que decía: «Gente que nos gusta». Los Rolling Stones se inspiraron en él para su elepé «Their Satanic Majesties Request» y especialmente en su canción «Simpathy for the devil». Los hippies predicaban y practicaban el amor libre, consumían drogas y vivían en comunas como él.
En California, algunos de sus seguidores, como Manson, asesino de Sharon Tate, realizaban ritos satánicos. En la década de los 70, David Bowie habla de Crowley en su álbum «Hunky Dory». Posteriormente, grupos de rock duro como Iron Maiden están influenciados por el ocultismo en sus letras y en las portadas de sus discos. Jimmy Page (Led Zeppelin) incluye en una de sus canciones el lema del Libro de la Ley: «Haz lo que quieras».
Sin embargo hay un hecho a favor de Crowley: nunca pudieron probar nada contra él aunque lo intentaron. Basta recordar que la sociedad victoriana en la que vivió, envió a Oscar Wilde a la cárcel durante dos años por homosexual y le desterró hasta su muerte. Nada les hubiera gustado más que hacer lo mismo con Crowley. ¿Acaso fue más hábil o simplemente inocente?.

Crowley Y España
El primer contacto de Crowley con España se produce en Cambridge donde partidarios carlistas recogen fondos y reclutan jóvenes. La detención del barco enviado con armas y municiones impide que Crowley acabe en nuestro país.
En 1908, junto con Victor Neuburg, realizará un viaje iniciático en el que recorren el país a pie. Desde Bayona cruzan los Pirineos y pasan por Pamplona, Logroño, Soria, Burgo de Osma, Aranda de Duero y Madrid. En su recorrido les confunden con mendigos, bandidos y anarquistas, llegando a arrestarles, pues nadie entiende que quieran recorrer el país a pie. En sus «Confesiones», Crowley dice que la gente es sucia, salvaje y vive en condiciones miserables.

En el Museo del Prado contempla el que considera el mejor cuadro del mundo: Las Meninas de Velázquez. «Me enseñó lo único que quería saber de la pintura: que el sujeto del cuadro es una mera excusa para mostrar formas y colores de tal forma que expresen la parte más íntima y recóndita de su autos».

El estado físico de Neuburg no es bueno y deciden continuar por tren. Así llegan a Granada y Ronda; pasando finalmente a Gibraltar. Años después, a la vuelta de un viaje por África, Crowley volvería a Granada y visita la Alhambra donde tiene la sensación de haber vivido en una reencarnación anterior: «...debía tener por costumbre ir a la torre occidental para mirar el valle y la ciudad, con la sierra al fondo...»
Un día acude a ver bailar y cantar a las gitanas y vive una noche de amor inolvidable que cuenta en uno de sus poemas de «Nubes sin agua»: «Tu pelo estaba lleno de rosas a la caída del rocío mientras bailábamos. La bruja encantando y el paladín en trance. A la luz de las estrellas mientras tejíamos una red seda y acero.  Inmemorial como el marmol en las salas de Boabdil...»