Las muchachas del lugar volvían
de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando y riendo con un
ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una
banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la
veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y
sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más
viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca
de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven
soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta
que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la
muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia
que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente
un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle,
apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el
pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que
entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho,
pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se
dilataban por momentos a lo largo de la llanura. El tío Gregorio escuchó
sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa
de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose
a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que
comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia,
porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que
ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas,
ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os
daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las
muchachas con aire visible de mal humor- ¡Bah!, no es para oír consejos para lo
que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su
habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría
dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio;
porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver
que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí
con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban
colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su
acción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos
detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?...
-dijo una de ellas-. ¿Andan acaso
chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen
a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a
la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-.
Las viejas del lugar murmuran de
que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas
llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse;
y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio
donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os
sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas
últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron
los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a
insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de
noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras
palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso
los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de
nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y
más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los
alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los
lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus
cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos
que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el
vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las
aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan
en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas
de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto
encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales
en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de
los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las
bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas
inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer
a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin
embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y
las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las
entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos
guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros
de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando
con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su
derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del
crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno
tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es
horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor,
siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas,
cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando
volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de
los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con
la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella
caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e
inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la
fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal
cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las
paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados
como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y
plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de
piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y
esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras
muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan
hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior
llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos
gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto
encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y
murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en
aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que
por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído.
Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua
coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un
murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas.
A su alrededor crecían unas
plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas
como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda
frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte
reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora
parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o
llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí,
agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos
repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y
retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos
sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares,
cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los
avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el
lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se
pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y
desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para
esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo
de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados
en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor
inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro,
de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas
con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan
fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo
brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos,
que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba.
Al menos, el pastor refirió que
así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se
detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la relación del tío
Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio,
esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente
entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas
rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír
la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del
pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de
aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro
las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance
-prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se
sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de aquellas
joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a
apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y
distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de
los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas
corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de
la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de
Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María,
el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin
saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino
que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si
hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el
mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo
finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen
palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan
desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos,
prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a
este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia
comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente,
murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio,
que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual
tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de
la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando
estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más
resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las
tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las
demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se
disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que
doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel
sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para
protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas
con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon
juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja
sombría, estrecha y tortuosa. De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía
tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había
cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino,
ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su
casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a
Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la
fuente?... -Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú
acaso? -¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en
todo lo que deseo creer.
II.
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en
sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos:
no sabía ni reír ni llorar, y por
eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde,
amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez
como los niños.
Marta tenía los ojos más negros
que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban
chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena
parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas
rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos.
Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos
rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus
hombros como un manto de terciopelo: formaba un singular contraste con
Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y
con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de
la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable
repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta
entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la
paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que
envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para
sufrir en un egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el
corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban
involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común
entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin embargo, el
único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo
habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada
y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo
hombre.
La pasión de la una era el deseo
tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se
parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un
objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas
guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal
vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición
absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia
que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de
poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto
que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus
dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de
maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón
en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus
parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de
aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por
donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un
tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata,
con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y
marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día
sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la
pastorcita:
-Pídeme lo que quieras, que, aun
cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a
cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.- No cuidarás sino de mis
fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó
edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se
trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán,
valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío
Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del
lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas,
completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la
pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus
noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil
rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del
encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron
conversación en sus casas de la estupenda historia que los había referido.
Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en
todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa
al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus
vecinas.
Cuando llegó la hora de
costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -¿Vamos a la
fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente?
Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta. -Marta
exclamó al fin con un acento breve y áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco
-añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo
los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la
causa da su resolución.
III.
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena deslizaron por
entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin
verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes
y seguros.
Magdalena temblaba con sólo el
ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo.
Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche
comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos
desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y
uniforme.
Marta y Magdalena se prestaron
atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante,
y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer
y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar
eterno del aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una
especie de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía
trastornarlas por completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre
sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores
sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede
llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo
mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por
último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y
el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!...,
óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo
al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis
murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña
gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito
tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al
oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo
te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus
palabras indecisas!
Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de
la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que arde! Dime algo que me
infunda valor porque mi espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el
tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa
fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras
creaciones.
Mi rumor adormece y despierta:
despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que
mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en
el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al
amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre
las flores, mis suspiros son un bálsamo:
ábreme tu corazón y le inundaré
de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera
vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la
tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al
cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento,
yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto,
me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de
una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos
instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló
también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún
tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme
gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr
por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sin número de
zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he
unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas
virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada,
puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder
de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por
la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas
mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y
aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que
perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la
paz del alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la
una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando
brillar los luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de los ángeles
invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo
temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas son las
partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por
segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la
tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el
espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba
como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo
alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a
la altura para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que
yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana
tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu
alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo
subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y
apareció el gnomo.
El gnomo era, como un hombrecillo
transparente: una especie de enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se
reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su
vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando
en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba
los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez
que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo
siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y
cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del
Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una
especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el
aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula,
guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando
por la llanura.
Después todo quedó otra vez en
silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con
los murmullos y los rumores de siempre.
IV.
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro
roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual
nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan
temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha
oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado
en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia,
porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para
oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.
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