La casa del uende estaba situada entre las calles Duque de
Liria, Mártires de Alcalá y la plaza Seminario de Nobles. Esta casa fue
construida en las primeras décadas del siglo XVIII por orden del rey para ser
alquilada a sus criados, lacayos y personal de confianza. La casa pasó por
varias manos, hasta que fue alquilada por unos hombres que la utilizaban por
las noches como centro de reunión para juegos y grandes apuestas de dinero.
Fue entonces cuando una noche se originó una discusión entre
varios de ellos y de repente se abrió una puerta interior y apareció un hombre
bajito muy barbudo que les impuso silencio. Al principio se callaron pues
estaban todos desconcertados con la aparición de aquel duende misterioso, pero
cuando terminaron de indagar quién podía ser y cómo podía haberse colado en la
casa, volvieron a enzarzarse en la discusión que habían suspendido. Sin saber
cómo ni de dónde salieron, media docena de enanos armados con garrotas se
abalanzaron sobre los jugadores y los golpearon. Los hombres salieron huyendo y
nunca más volvieron al lugar.
Tiempo después, la casa fue comprada por doña Rosario de
Benegas, marquesa de Hormazas, que se instaló en la segunda planta. Andaba la
marquesa todavía con el traslado, decorando la casa a su gusto, cambiando cortinas y otros detalles, cuando echó en
falta una cortina y una imagen del niño Jesús en su cuna que había traído de su
anterior domicilio. Enfadada por el extravío, se encontraba la marquesa dando
una buena reprimenda a sus sirvientes cuando, de forma sorpresiva, entró en la
habitación un enano con la imagen del niño Jesús en sus manos y, tras éste,
cuatro enanos más con la cortina que faltaba. La marquesa no tardó ni dos días
en salir huyendo, poniendo la casa a la venta sin tan siquiera haber vivido en
ella.
La casa estuvo deshabitada durante un tiempo, como en otras
ocasiones entre compra y compra hasta que se instaló en ella don Melchor de
Avellaneda, un canónigo de Jaén. Un buen día, cuando escribía al obispo de su
diócesis para pedirle cierto libro del padre Tineo que necesitaba para sus
sermones, justo antes de rubricar la carta, levantó la vista y vio asombrado
como ante él aparecía un enano vestido con un traje de monaguillo que portaba
en sus manos el libro que en ese mismo momento estaba pidiendo al obispo.
En esta ocasión, en lugar de salir corriendo, don Melchor se
dedicó a buscar el lugar por donde había venido y desaparecido el misterioso
duende, pero la búsqueda fue infructuosa. El canónigo decidió obviar el hecho,
pero pocos días después se disponía a dar misa en el convento de los Afligidos
y necesitaba una vestimenta apropiada para ello, ordenando a un criado que
fuera a la casa a buscarla. El criado, con la vestimenta bajo el brazo y cuando
se disponía a cerrar la puerta de la casa para volver al convento, oyó en el
interior una vocecilla que le dijo: “No es ése el color de este día, vuelve a
por los ornamentos que corresponden”. El criado se dio la vuelta lentamente y
vio la figura de un enano burlón que desapareció rápidamente. Le contó lo
ocurrido al clérigo jurando que no volvería a esa casa y don Melchor, parece
ser que un tanto harto de tanto enano, decidió también abandonar el lugar.
El canónigo cedió la casa a Jerónima Perrin, una lavandera
que vivía en el piso de arriba, hasta que acabase el contrato de alquiler o
hasta que encontrara un piso donde alojarse. Cierto día la mujer se disponía a
lavar unas mantas propiedad de la marquesa de Valdecañas. Hecho esto, y como
era costumbre en las orillas del Manzanares, dejó la ropa secándose al sol y al
viento. Se fue a casa a comer para volver más tarde a recoger la ropa, pero
cuando estaba en casa se desató una terrible tormenta que le impidió salir a
por ella. Mientras miraba por la ventana de la buhardilla imaginando el enfado
de la marquesa, que necesitaba la ropa para esa misma noche y a la que se
conocía por su mal carácter, escuchó un portazo en el portal de la casa. Al
bajar, se encontró con tres enanos empapados que portaban una cesta enorme con
toda la ropa. Se dice que la lavandera, que había escuchado ya todos los
rumores sobre los pequeños duendes, abandonó la casa ese mismo día.
Las historias habían llegado al Santo Oficio, por los
aportes de los clérigos. Así que la Inquisición se puso manos a la obra con el
ánimo de expulsar a los demonios del lugar.
Se tomó declaración a varios testigos y se realizó una
minuciosa búsqueda por todo el inmueble, hasta el último rincón, desde la cueva
del sótano hasta la buhardilla que habitó la lavandera. Pero no se encontró
nada ni a nadie. por ello comenzaron a pensar en espíritus diabólicos, y por
orden inquisitorial, un día al atardecer, se presentó frente a la casa una
comitiva religiosa presidida por el obispo de Segovia. Llevaban enormes
velones, agua bendita y mucha sal. El obispo vertió sobre las paredes muchos
litros de esta agua que él mismo había bendecido y muchos kilos de sal, y
pronunció centenares de rezos con los que dio por concluido el supuesto
exorcismo.
Según algunas versiones, los
vecinos del pueblo se dirigieron a la casa con picos para derribarla; ésta,
poco tiempo después, fue incendiada y cayó en el olvido. Pasaron muchos años,
y, según se dice, las gentes de repente vieron abrirse una trampilla muy
disimulada entre los escombros de la parte del sótano y cómo de ella salían
nueve enanos.
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