A este reino, situado bajo la tierra, sólo se podía
entrar tras un penoso viaje a través de los más accidentados caminos en las
frías y oscuras regiones del extremo Norte. La puerta de entrada estaba tan
lejos de todas las moradas humanas que incluso Hermod el veloz, montado sobre
Sleipnir, tenía que viajar durante nueve largas noches antes de alcanzar el río
Giöll. Éste constituía el límite de Niflheim, sobre el cual se erigía un puente
de cristal con oro, y velado constantemente por el horrible esqueleto Modgud,
que hacía que todos los espíritus pagaran un peaje de sangre antes de que se
les permitiera el paso.
Los espíritus cabalgaban o surcaban el puente generalmente
sobre los caballos o las carretas en las que se había quemado la pira funeraria
con los muertos y las razas nórdicas eran muy cuidadosas a la hora de calzar
los pies de los fallecidos con un par de zapatos especialmente resistentes,
llamados zapatos de Hel, para que no tuvieran que sufrir en el largo viaje a
través de caminos accidentados. Poco después de traspasar el puente Giallar,
los espíritus llegaban hasta El Bosque de Acero, donde no había nada excepto
árboles desnudos con hojas de acero y tras dejarlo atrás, llegaban a las
puertas de Hel, al lado del cual el feroz perro manchado de sangre, Garm,
estaba en guardia, refugiado en un oscuro agujero conocido como la cueva Gnipa.
La cólera de este monstruo sólo podía ser apaciguada con la ofrenda de un
pastel de Hel, lo cual nunca fallaba a aquellos que en alguna ocasión le han
dado pan a los hambrientos.
Dentro de la puerta, entre el intenso frío y la
oscuridad impenetrable, se oía hervir la gran caldera Hvergelmir y el rodar de
los glaciares en el Elivagar y otros ríos de Hel, entre los cuales se
encontraba el Leipter, sobre el cual se hacían solemnes juramentos, y el Slid,
en cuyas turbias aguas rodaban continuamente espadas desenvainadas.
Adentrándose en este horrible lugar, se encontraba
Elvidner (miseria), el palacio de la diosa Hel, cuyo plato era el Hambre. Su
cuchillo era la Avaricia. Holgazanería era el nombre de su hombre, Indolencia
el de su doncella, Ruina el de su umbral, Pesar el de su cama y Conflagración
el de sus cortinas.
Esta diosa tenía muchas moradas diferentes para los
invitados que venían a visitarla a diario, ya que ella recibía no sólo a los
perjuros y criminales de todas clases, sino también a aquellos que eran tan
desgraciados como para morir sin derramar sangre. A su reino iban a parar
también aquellos que morían de vejez o enfermedad, una forma de morir que era
denominada “muerte de paja”, ya que los lechos estaban construidos generalmente
con ese material.
Ideas de la Vida Futura.
Aunque los inocentes eran tratados bondadosamente
por Hel y disfrutaban de un estado de dicha negativa, no era de extrañar que los
habitantes del Norte se encogieran ante la idea de visitar su lúgubre morada. Y
mientras los hombres preferían cortarse con la punta de la lanza, arrojarse
desde un precipicio o quemarse vivos, las mujeres no se encogían ante medidas
igualmente heroicas. En los extremos de su pesar, no dudaban en arrojarse desde
una montaña o en caer sobre las espadas que les eran entregadas el día de su
boda, para que sus cuerpos pudieran ser quemados con aquellos a los que amaban y
sus espíritus liberados para unirse a ellos en la gloriosa morada de los
dioses.
Sin embargo, los horrores esperaban a aquellos cuyas
vidas habían sido impuras o delictivas. Estos espíritus eran desterrados a
Nastrond, la ribera de los cadáveres, donde caminaban por fríos ríos de veneno
hasta una cueva hecha de serpientes entrelazadas, cuyas fauces venenosas
estaban giradas hacia ellos. Tras sufrir allí incontables agonías, se les
arrojaba a la caldera Hvergelmir, donde la serpiente Nidhug dejaba por un momento
de masticar la raíz del árbol Yggdrasil para alimentarse con sus huesos.
Pestilencia y Hambre.
Se suponía que la misma Hel dejaba ocasionalmente su
tenebrosa morada para recorrer la Tierra sobre su caballo blanco de tres patas
y en tiempos de pestilencia y hambre, si parte de los habitantes de un distrito
se libraban de ello, se decía que ella había usado un rastrillo y cuando
ciudades y provincias enteras habían sido despobladas, como sucedió en el
histórica epidemia de la Muerte Negra, se decía que ella había cabalgado con
una escoba.
Las razas nórdicas creyeron posteriormente que a
veces se permitía a los espíritus de los muertos volver a la tierra y
aparecerse ante sus familiares, cuyo pesar o gozo les afectaba incluso después
de la muerte, como se relata en la balada danesa de Aager y Else, donde un
amante muerto le pide a su amada que sonría, para que su ataúd pueda ser
llenado con rosas en vez de gotas coaguladas de sangre producidas por sus
lágrimas.
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