Cuando una parte del ejército
francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus
jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas
diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para
cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad. Después de ocupado
el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando
ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las
comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta
las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas
en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche,
ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y
ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta
del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los
cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la
ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que
todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial
bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente,
hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su
traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano
un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles
oscuras, enmarañadas y revueltas.
—Con verdad —decía el jinete a su
acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo
pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una
plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán?
—contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—. En el
alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los
Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares.
el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o
cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que
recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen
por los claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial—,
después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que
la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y
algo es algo.
Interrumpida la conversación en
este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino
adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra
silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula
ojival y sus tejados desiguales y oscuros.
—He aquí vuestro alojamiento
—exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que
hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de
manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Comoquiera que la iglesia del
convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto
del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles,
y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para
hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no
tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el
interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía
entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones
sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba
precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una
todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó
echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola
como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia
estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas
cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos
al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos
adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con
un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el
pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas
sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a
lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se
destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre
el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso
edificio.
A cualquier otro menos molido que
el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el
cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en
toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los
soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe
de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del
pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y
haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un
rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se
reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven,
estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que
apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando
la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que
el mismo rey José en su palacio de Madrid. Los soldados, haciéndose almohadas
de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo
de sus voces.
A la media hora sólo se oían los
ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del
templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en
el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los
pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su
capote, a lo largo del pórtico.
II.
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como
extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los
tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un
poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del
ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en
ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de
artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente
en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la
más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos
días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento
estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la
llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de
conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro
incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y
suposiciones.
Como era de esperar, entre los
oficiles que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol
y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la
llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a
pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía
que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a
interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de
los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el
Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro
capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de
metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y
un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás
de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió
a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la
sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad
y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño. Después de los estrechos abrazos de costumbre y de
las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después
de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia
fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro
asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades
del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los
alojamientos. Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo
visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había
resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de
zumba:
—Y a propósito del alojamiento,
¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el
interpelado—, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de
mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no
es seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su
interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido—. Eso es
lo que se llama llegar y besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor
de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo
—añadió otro de los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el
capitán—, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que
nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que
se llama una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla!
—exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se
dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras,
mientras él comenzó la historia en estos términos.
—Dormía esta noche pasada como
duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí
que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre
el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante
para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un
moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la
causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda,
especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su
catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de
reposo. Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca,
disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir
nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y
a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna
que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor,
vi una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí
con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto
que su narración producía continuó de este modo:
—No podéis figuraros nada
semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente
en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de
colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y
luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual
demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica
dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su
ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria
esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes
imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía
juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba
respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme al verla tan diáfana
y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo
por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna,
dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez
bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura
sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
—Pero... —exclamó
interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la
historia, había concluido interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí
aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarle,
porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era
muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez, exclamó al
fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro
prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador
de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave
actitud:
—¡Acabáramos de una vez! Lo que
es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan
de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo
que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh no! —continuó el capitán,
sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros—: estoy
seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama
castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en
un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa
que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en
un éxtasis de místico amor.
—De tal modo te explicas, que
acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que
siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión
del escultor griego.
—Dadas las especiales condiciones
de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De
mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te
pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te
tuviéramos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el
capitán—, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega
mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al
parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien
lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que
me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa
carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico
enamorado de la dama de piedra.
—Nada, nada, es preciso que la
veamos —decían los unos.
—Sí sí, es preciso saber si el
objeto corresponde a tan alta pasión —añadían los otros.
—¿Cuándo nos reuniremos para
echar un trago en la iglesia en que os alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca, esta
misma noche si queréis —respondió el joven capitán, recobrando su habitual
sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito, con
los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne,
verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada,
que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo, bravo! —exclamaron los
oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de
Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a
propósito de la dama del anfitrión.
—Conque... hasta la noche.
—Hasta la noche.
III.
Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado
con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana
gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar,
convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines,
cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el
Zacodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se
alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas
botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y
amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que
zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda
luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las
veletas de hierro de las torres. Apenas los oficiales dieron vista a la plaza
en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les
aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas
palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto
la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y
espesísimas sombras.
—¡Por quien soy! —exclamó uno de
los convidados tendiendo a su alrededor la vista—, que el local es de lo menos
a propósito del mundo para una fiesta.
—Efectivamente —dijo otro—, nos
traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos
de la mano.
—Y con todo, hace un frío que no
parece sino que estamos en la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el
capote.
—Calma, señores, calma
—interrumpió el anfitrión—; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho!
—prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes—, busca por ahí un poco de
leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las
órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y
después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de
las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe
con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían,
por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo
abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre
hojarasca. A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó
por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la
hora de comenzar el festín.
El capitán que hacía los honores
de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa,
exclamó, dirigiéndose a los convidados:
—Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor
gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a
la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la
escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio
que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:
—Tengo el placer de presentaros a
la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he
exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos
al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó
involuntariamente de todos los labios. En el fondo de una arco sepulcral
revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las
manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de
una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el
deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
—¡En verdad que es un ángel!
—exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol!
—añadió otro.
—No hay duda que aunque no sea
más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo
suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella?
—preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía
satisfecho de su triunfo.
—Recordando un poco del latín que
en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la
tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un
título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su
nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira
de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la
mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves
explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de
la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose
alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda. A medida que las
liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso
champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y
la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de
granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos
cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá
prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban
entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como
un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo
resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había
puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a
veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando
una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las
manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se
ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales que advirtieron la
taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba
sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:
—¡Vamos brindad vos, que sois el
único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa, y
poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del
guerrero arrodillado junto a doña Elvira.
—¡Brindo por el emperador, y
brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir
hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un
vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el
brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos
pesos hacía el sepulcro.
—No... —prosiguió dirigiéndose
siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la
embriaguez—, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival...
al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y
mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuerza
de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar
veinte botellas... ¡toma!
Y esto diciéndole ,llevóle la
copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le
arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver
cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil
guerrero.
—¡Capitán! —exclamó en aquel punto
uno de sus camaradas en tono de zumba—, cuidado con lo que hacéis mirad que
esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que
aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del
claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron
que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes
carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas,
continuó siempre fijo en la misma idea:
—¿Crees que yo le hubiera dado el
vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...?
¡Oh...! ¡no! yo no creo, como
vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día
en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un
dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva,
pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me
explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnifico! —exclamaron sus
camaradas—, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y fijando los
ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:
—¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no
veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No
parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro
circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?
—¡Oh!, sí, seguramente —dijo uno
de los que le escuchaban—, quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso...! ¡Miseria,
podredumbre...! —exclamó el capitán—. Yo he sentido en orgía arder mis labios y
mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la
lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y
hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me
quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror,
hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del
mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de
suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca,
hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica
hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca
entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un
beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
—¡Capitán...! —exclamaron algunos
de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí,
extraviada la vista y con pasos inseguros—, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta
de bromas, y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las
palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximóse
a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el
templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con
la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y
espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a
los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y
derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.