El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas
de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una
fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje. Bellver es una
pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se
ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las
empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí
y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de
palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se
notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria
entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del
tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y
siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz. El asta y los
brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la
escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto
de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas
hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta
coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel. Yo había
adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida
cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de
las creencias y la piedad de otros siglos. Un mundo de ideas se agolpó a mi
imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma determinada, que
unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos
lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi
espíritu. Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché
maquinalmente pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi
memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas
oraciones, que cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios,
parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el
dolor, que también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso
sentí que me sacudían con violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre
estaba al lado mío. Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con
una indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por
arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis
manos. Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una
interrogación enérgica, aunque muda. El pobre hombre sin cejar en su empeño de
alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas palabras, que entonces no
pude comprender, pero en las que había un acento de verdad que me sobrecogió:
-¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo,
señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan
desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del
demonio! Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que
estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de
esa cruz le pide usted al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes
vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo
porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz
santa como la del porche de nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa
cruz, salvo lo que tiene de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un
espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus
instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a
apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida de
aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama
más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del
diablo! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques
este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que
habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les
expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi
rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración, cuando
nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver. Las
llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso
tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se
proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban
formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes;
el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria,
había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al
fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que
a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había
prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último
trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este
modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto,
pero los moros ocupaban aún la mayor parte de España, se llamaban condes
nuestros reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores,
que a su vez prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando acaeció lo que
voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el
héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos segundos como para coordinar
sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta
villa y algunas otras formaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo
castillo señorial se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un peñasco
que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas
informes ruinas que, cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su
cumbre desde el camino que conduce a este pueblo. No sé si por ventura o
desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban
sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus
vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus
ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de
piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna
distracción propia de su carácter, lo cual era bastante difícil después de
haberse cansado, como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a
sus servidores y ahorcar a sus súbditos. En esta ocasión cuentan las crónicas
que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz. Sabiendo que los
cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en una
formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en
su seguimiento. Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no
eran pocas, derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de
trasplantarse a un punto donde sus malas mañas no se conociesen, se ignora;
pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de grandes y chicos, de
vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del
señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más
que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus
padres, desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en
libertad durante algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor. Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos. Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe. Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses. Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina. Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor. Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos. Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe. Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses. Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina. Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con
todas armas, en todos sitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la
montaña y en la llanura, en el día y durante la noche. Aquello no era pelear
para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la justicia.
Oigan ustedes cómo. Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor
en la tierra ni brillaba un solo astro en el cielo, los señores de la
fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se repartían el botín, y ebrios
con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban
sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono. Como dejo dicho, nada se
oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que palpitaban
perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los
condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos. Ya los
descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que
reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en
el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos
a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del
Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche. Una vez en la cima, lo
que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaron de un
solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado con
teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del
relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y
abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con los habitantes de aquella
guarida en un abrir y cerrar de ojos. Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas
copas de los enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las desplomadas
torres; y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz y
colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar
la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía
entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de
sus oscuros compañeros. El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por
los desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las
campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales
soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los
reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en
cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de
sus antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz
de armas del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa
incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el
día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la
noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el
viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la
armadura se fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los
habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo
que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que regular,
que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como
decirse suele, de tripas corazón. Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se
habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho
de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la
comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto. Desde este momento
las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso
alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en
día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo
había podido observar un extraño fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya
subiendo las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando entre las
ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se veían correr,
cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía
explicar. Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un
mes, y los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro
alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos
caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo el territorio
en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza. Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas. El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los bandidos del peñón. Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo. Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño. ¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor del Segre?
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza. Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas. El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los bandidos del peñón. Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo. Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño. ¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de
morir por uno de sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de
colmar la medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos,
el contenido de su confusión fue éste: Yo -dijo- pertenezco a una noble
familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes
por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de
mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de
ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos
jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia,
no vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de
buen humor, despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en
adelante vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país,
hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su
voluntad, según hoy a mi me sucede. Con este objeto señalamos esta comarca para
teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos como punto el más a
propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar
seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido
contra el vulgo por las supersticiones y el miedo. Congregados una noche bajo
sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba con su rojizo
resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa sobre cual de
nosotros había de ser elegido jefe. Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis
derechos: ya los unos murmuraban entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los
otros, con voces descompuestas por la embriaguez, habían puesto la mano sobre
el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos un
extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada
vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta
mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros,
determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada
estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la
visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían
apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos de las
rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una
caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero
mientras yo habite en el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del
poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el
primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán,
ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas, acaso por no
descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a través de las rejillas de
hierro que la ocultaban a nuestros ojos. No obstante, aquella noche
pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la siguiente dieron
principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe
marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le
intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero
cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos se derrumban
calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen espantadas entre las
ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros
golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos, a las
imprecaciones y a los lamentos. Jamás se desnuda de sus armas ni abate la
visera de su casco después de la victoria, ni participa del festín, ni se
entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las piezas de su
armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego
enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas,
buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le
inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros
un noble arruinado, que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien
se encuentra convencido de que es el mismo diablo en persona. El autor de esas
revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse
de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al
suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos
prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas. Los infelices habitantes de
la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no acertaban ya con la
determinación que debería tomarse para concluir de un todo con aquel orden de
cosas, cada día más insoportable y triste. Inmediato a la villa, y oculto en el
fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña ermita dedicada a
San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a quien el
pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables consejos y
acertadas predicciones. Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial
sabiduría encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil
problema, después de implorar la misericordia divina por medio de su santo
Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en más
de una ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante
la noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya
cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no
hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración
que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que San
Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio
a cuantas esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro
día la alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la
plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella
noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había
entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre. De qué arte
se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni nadie
se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era
que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había
sucedido tal como se refería. Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en
boca y de casa en casa, la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara
y corrió a reunirse a las puertas de la prisión. La campana de la parroquia
llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capítulo, y todos
aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus
improvisados jueces. Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de
Urgel para administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos
malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer al
delincuente a fin de notificarle su sentencia. Como dejo dicho, así en la plaza
Mayor, como en las calles por donde el prisionero debía atravesar para
dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente multitud
hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los
animados diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a
poner en cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar
al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada
de su prisión, completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro por la
visera, un sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de
entre las compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle
paso. Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre:
aquella armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio
suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita. Las armas eran
aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro penacho de
su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le
habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra
del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas
¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba
a saberse, al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó
frustada, a la manera de otras muchas, y por qué de este solemne acto de
justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de la verdad,
resultaron nuevas y más inexplicables confusiones. El misterioso bandido
penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió a los
rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las
altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de
los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre,
y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su
respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un
aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que
se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras
tantas obtuvo semejante o parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que
se descubra! -comenzaron a gritar los vecinos de la villa presentes al acto-.
¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a insultarnos con su desdén,
como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le
dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que
uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría
para apurar la paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito
general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante
herido de un inconcebible estupor. La cosa no era para menos. El casco, cuya
férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída sobre
la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío. Cuando pasado
ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció
ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y
extraño. La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio,
abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que
aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y
la vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba,
esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los
feudos de Bellver. Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un
calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en
representación de la atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de
Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos días en tornar con la
resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse, era breve y
compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza
Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o
ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan
ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo, mandaron levantar una
altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se
dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con toda la solemnidad
que la importancia del caso requería. Cuando la respetable comitiva llegó al
macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre pálido y descompuesto se
arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes, exclamando con
lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el
diablo que habita dentro de la armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el
rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles,
hubieran permanecido en la posición en que se encontraban Dios sabe hasta
cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les hubiera hecho
agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en contra mía. Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en contra mía. Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso
que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en
favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia
pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no
podía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por
segunda vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra,
deseando sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco
a poco y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su
calabozo; ni un rumor se percibía. En vano procuré observarlas a través de un
pequeño agujero producido en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno
de los más oscuros rincones, permanecían un día y otro descompuestas e
inmóviles. Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando
convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de
misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles
aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que todo no pasaba de un
cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera
hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí sola,
y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el
profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se
removían y chocaban al unirse entre las sombras. Mi primer movimiento fue
arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas, sentí sobre
mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que después de
sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la
mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y
recordando sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente
como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas,
que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio
profundo, al que siguió luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y
amenazas. Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso
con la novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva
desgracia. Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a
una nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio. Al cabo
de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus
perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la
cosa no era ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin
de sujetarla, la colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita
vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos.
En cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian
pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes
y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se
repartieron entre sí las piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez
se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los
iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella. El santo
varón ordenó al pueblo una penitencia general.
Se encerró por tres días en el fondo de la caverna
que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las
diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se
levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que
nuevos y aterradores prodigios llenasen de pavor el ánimo de los consternados
habitantes de Bellver. En tanto que las piezas arrojadas a las llamas
comenzaban a enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la
ancha hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y
sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules
danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como
si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su
señor de aquel tormento. Extraña, horrible fue la operación en tanto que la
candente armadura perdía su forma para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso
estruendo sobre el yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las
barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra
redención, ya comenzaba a formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida
masa se retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al
cuerpo de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte,
se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un
relámpago. El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita
consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió
en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se
encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes
colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al
pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas
amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen. Dios ha cerrado
sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los
lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse sobre
las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a
su pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos
tuercen su camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los
sillares de su pedestal.
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