
En 787, según la crónica anglosajona, atracaron
tres naves en la costa de Wessex y de ellas salió un grupo de hombres
procedentes del otro lado del mar del Norte. Eran los vikingos. Regresaron
cinco años más tarde, en 793, esta vez a la costa de Northumbria, donde
saquearon el monasterio de Lindisfarne, y un año después hicieron lo mismo con
el de Jarrow. En la década de 870, la mayor parte de Inglaterra al norte del
Támesis ya estaba sujeta a los vikingos. Pero aún no habían sucedido los
acontecimientos más memorables de la historia.
Éstos comenzaron en el invierno de 878, cuando los vikingos
se internaron en el reino de Wessex, una decisión que obligó al rey sajón
Alfredo a huir a una ciénaga. Fue un momento crítico, en el que Wessex estuvo
al borde del colapso. El reino perduró gracias a la inteligencia política y
militar del rey, que mil años después le valdría la admiración de Voltaire: «No
creo que haya habido nunca en el mundo un hombre más digno de respeto de la
posteridad que Alfredo el Grande». El monarca expulsó a los vikingos de sus
tierras y fundó ciudades a las que rodeó de fortificaciones, así como mercados
a fin de cobrar impuestos que sirvieran para mantener un ejército permanente y
evitar, así, la sorpresa de un ataque de los terribles vikingos Las batallas
eran continuas, habida cuenta de la instalación de los vikingos en la costa de
Northumberland y la facilidad de navegación desde su bases en el continente. Se
sucedieron años de saqueos y de pactos, y los descendientes de Alfredo tuvieron
que elegir entre la diplomacia o la guerra.
La resistencia
En 937, el rey Atelstan, nieto de Alfredo, optó por jugarse
el reino en la batalla de Brunanburh, con resultado inicialmente incierto, pero
que a la postre fue un triunfo que consolidó a los miembros de la dinastía
sajona de Wessex como los verdaderos reyes de los ingleses. Fue tal la
resonancia de su triunfo sobre los vikingos que los reinos continentales lo
tuvieron como ejemplo a la hora de contener el ataque vikingo a sus tierras. Lo
hizo, sobre todo, el duque de Sajonia Otón el Grande, que con el tiempo se
ceñiría la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. En 929, Otón se casó con
Edith, hermana de Atelstan, para fortalecer los lazos con la emergente Corona
inglesa.
Desde su privilegiada posición, Edith contribuyó a la
estrategia política de su marido instándole a fundar el gran monasterio de
Magdeburgo, clave de la expansión alemana hacia el este. Pero también siguió de
cerca la política de su hermano Atelstan de fundar la ciudad fronteriza de
Exeter para consolidar su dominio sobre el país de Cornualles y el suroeste de
Gran Bretaña. En 938, Atelstan se hizo coronar rey en la ciudad de Bath, un
lugar famoso por sus reliquias de santos de época romana, con el deseo de
competir, sin lograrlo, con la brillante aureola de Roma. Convenció a algunos
príncipes de dinastías célticas para que llevaran su manto río abajo en una
ceremonia que vista de cerca era más tosca de lo que el rey de los ingleses
había esperado.
Wessex era un reino compacto y Atelstan el rey más poderoso
de su tiempo, aunque había señales de alarma en el horizonte. Por un lado,
crecía una fuerte tensión en el seno de la casa real, entre los herederos al
trono; por otro lado, persistía la siempre inquietante presencia de los
vikingos en la frontera septentrional. Ambas circunstancias convergieron cuando
falleció el rey Edgar, nieto de Atelstan, en el año 975. Cuando se reunió el Witan,
la asamblea de hombres sabios más importantes del reino para elegir al heredero
del difunto Edgar, tuvo que escoger entre dos personajes de temperamento muy
diferente. El primero, Eduardo, hijo de la primera esposa del soberano, era un
adolescente despiadado e inestable, cuya candidatura creaba todo tipo de
resistencias. El segundo candidato, Etelredo, era hijo de Elfrida, la segunda
esposa del monarca y la mujer más poderosa y ambiciosa del reino. Etelredo
contaba con muchas credenciales para ser coronado, salvo una: la edad. Tenía
siete años. Como era de esperar, el Witan se decantó por Eduardo. Elfrida se
retiró resentida, y desde entonces comenzó a respirarse una atmósfera de guerra
civil. En 978, el rey Eduardo se marchó a la costa para cazar. Allí fue rodeado
por hombres armados que acabaron con su vida. Fue un escándalo porque por
primera vez en la tradición sajona se asesinaba a un rey ungido, lo que llevó
la inestabilidad al reino.
La ocasión fue aprovechada por Elfrida para elevar a su
hijo Etelredo al trono. Éste pronto fue sospechoso de asesinato, y, lo que era
más grave, la inestabilidad hizo crecer la sensación de que en poco tiempo
podrían volver los vikingos con sus terribles saqueos de ciudades y aldeas. No
era una exageración, ya que en la vecina Northumbria, donde numerosos
aristócratas eran escandinavos, se difundían constantes rumores sobre una
inminente invasión de los reinos sajones.
El ataque de Hueso de Cuervo

En 994, Trygvasson regresó a por más tributos, atacó
Londres y asoló los territorios adyacentes. De nuevo se le pagó para comprar su
retirada, lo que generó el sobrenombre de Etelredo, un soberano apocado y
cobarde al que comenzaron a llamar Unroed, el desaconsejado. La ironía era
clara: no había reino en Europa que recaudara más dinero que Wessex, pero
Etelredo lo debilitó cada vez más al no tener ningún plan para frenar las
ambiciones vikingas salvo el pago de rescates permanentes.
Los vikingos, reyes de Inglaterra

Éste envió a su esposa Emma a Normandía, y él languideció
en una especie de exilio interior. A su muerte, en 1016, los vikingos se
hicieron con el trono gracias a la habilidad de su nuevo jefe, Canuto el
Grande, hijo de Sven. Su primer gesto fue contraer matrimonio con la reina
viuda Emma y buscar su apoyo en un proyecto político que terminó por convertir
a sus sucesores en reyes de los ingleses, poniendo un broche de oro a la
historia de los vikingos en Inglaterra.
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