En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al
convento de San Jerónimo desde la puerta de la Macarena, hay entre otros
ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las
circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no
lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con
su cubierta de tejas rojizas las unas, verdinegras las otras, y entre las
cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera
baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo
y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a
capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros
más altos, éste en forma cuadrangular, aquél imitando un ajimez o una
claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro que
sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus
negruzcos troncos por entre la armazón de maderos que la sostienen,
vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel al
estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea
desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los costados de la casa sube una madreselva,
agarrándose a las grietas de las paredes, hasta llegar al tejado, de cuyo alero
penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones
de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de
un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las
copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo
forman el fondo oscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas,
completando la decoración los vallados de las huertas, llenos de pitas y
zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir
que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas
agrestes márgenes hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el
cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo rodean y dibuja por
oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.
Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras
de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos a cual más
pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado
al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un
cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta
entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla mientras otros le
llevan el compás con las palmas o golpeando las mesas con los vasos; más allá,
una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil colores y toda una
maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y
hablan a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos
árboles, y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla
y platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el
camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar a una buena
moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral,
un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el
aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de
los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo, ruido de
cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y
golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y
mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de
describir.
Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la
tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son
siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la
primera vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.
De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de
mi centro natural. Comenzando por mi traje y acabando por la asombrada
expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y
bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara a
mirarme con el desagrado que se mira a un importuno. No queriendo llamar la
atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más o menos embozadas,
me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no
bebí y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la
cartera de dibujo que llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la
vista un tipo característico para copiarle y conservarle como un recuerdo de
aquella escena y de aquel día.
Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas
que formaban un alegre corro alrededor del columpio. Era alta, delgada,
levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y un pelo más
negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los
cuales había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a coro
cantares alusivos a las prendas personales, los secretillos de amor, las
inclinaciones o las historias de celos y desdenes de las muchachas que se
entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían
éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros. La muchacha morena, esbelta
y decidora, que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las mujeres y
componía las coplas y las decía acompañada del ruido de las palmas y las risas
de sus compañeras, mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y
el que entre todos ellos despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.
Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que
entre ambos existía algún sentimiento de afección, que se revelaba en sus
cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas. Cuando terminé
mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en la torre de la catedral se habían
encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los
ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la
ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco a poco y perdiéndose a lo largo del
camino entre la bruma del crepúsculo plateada por la luna que empezaba a
dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban
juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta
confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el
aire. Todo acababa a la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta, y
de todo no quedaba sino un eco en el oído, y en el alma, como una vibración
suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de
un sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas,
doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué
el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a alejarme, cuando sentí que
me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté
antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad,
pero que no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó
disimuladamente hasta el sitio en que me encontraba con objeto de ver qué hacía
yo mirando con tanta insistencia a la mujer por quien él parecía interesarse.
-Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar
todo lo posible-, voy a pedirle un favor.
-¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser
sus pretensiones-. Diga usted que, si está en mi mano, es cosa hecha.
-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme
un rato perplejo. Extrañaba, por una parte, la petición, que no dejaba de ser
bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a punto fijo si era
de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el momento
a añadir:
-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer
que más quiera en este mundo, si quiere a alguna. Pídame usted en cambio todo
lo que yo pueda hacer en mi pobreza.
No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi,
casi hubiera preferido que viniese en son de quimera, a trueque de conservar el
bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había impresionado; pero, sea
sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi
cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra. Referir las
frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el
dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para
guardárselo en la faja, los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas
hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber encontrado lo que él llamaba un
señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir imposible. Sólo
diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que
quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto
dio en ello que por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El
camino es bien corto; pero mientras duró encontró forma de contarme del pe al
pa toda la historia de sus amores.
La venta donde había tenido lugar la función era de su
padre, el cual le tenía prometido, para cuando se casase, una huerta que
lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la muchacha objeto
de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más
pintorescas, me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa
desde muy pequeñita y se ignoraba quiénes fuesen sus padres.
Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me
refirió durante el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio
un fuerte apretón de manos, tornó a ofrecérseme y se marchó entonando un cantar
cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un
rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con una
alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él
siguió cantando a más no poder. Uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era;
se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de
la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, que le
aguardaba impaciente... Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos
años sin que volviese a ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían
sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad no se
me borró nunca de la memoria.
II.
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin
que olvidase del todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi
imaginación como una brisa bienhechora que refresca el ardor de la frente.
Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los poetas en su hiperbólico
lenguaje llaman Reina de la Andalucía, una de las cosas que más vivamente me
impresionaron fue sin duda la completa transformación que había sufrido en el
espacio de tiempo que duró mi ausencia. Yo dejé una Sevilla y encontraba otra
muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación, tal vez con abandono,
llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y
característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me
hizo al verla con el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y
nuestros trajes típicos al tropezar una cigarrera del barrio de Triana con una
crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo a la Fuoco. Tan
extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de
carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba.
Visité los edificios más notables; torné a vagar y a
perderme entre las revueltas del antiguo barrio de Santa Cruz; en el curso de
mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé cómo; eché de
menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por último, me
dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el
lugar predilecto de mis excursiones. Después que hube admirado el magnífico
panorama que ofrece en el punto por donde une sus opuestas márgenes el puente
de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil detalles a
cual más pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y
blancos caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en
sus aguas, que desplegaban al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí
el confuso hervidero del muelle, donde todo respira actividad y movimiento,
remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé hasta San Jerónimo.
Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y
luminoso, en que la vegetación de Andalucía despliega sin aliño sus galas
naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar otra
vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus
altas y delgadas torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos
murallones de la ciudad, mitad árabes, mitad romanos, las huertas con sus
vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos árboles aislados
y corpulentos y, por último, San Jerónimo. Al llegar aquí, con la imaginación,
se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos que aún conservaba
de la famosa venta y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas
populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los
corrillos de gentes del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar
los otros, reír éstos, bailar aquellos, y todos agitarse rebosando juventud,
animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos ya del grupo
de las mozuelas que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho
de su felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas
las personas que más amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que
estaba entonces como hacía diez años sentado a la puerta de su venta, liando
impasible su cigarrillo de papel sin más variación que tener blanca como la
nieve la cabeza que era gris.
Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que
estuve abstraído con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del
brazo, preguntándome:
-¿En qué piensas?
-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía
aquí dentro de la imaginación todos los agradables recuerdos que guardo de una
tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante concluía una historia que
dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener otro
final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí,
dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una tarde a merendar y a tener
un rato de jarana?
-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una
expresión de asombro que yo no acertaba a explicarme entonces-. ¡Un rato de
jarana! ¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso!
-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus
admiraciones.
-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a
cien pasos de la venta han hecho el nuevo cementerio.
Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y permanecí algunos instantes
en silencio antes de añadir una sola palabra. Volvimos a la ciudad, y pasó
aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar del todo la
impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que
le daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado
no podía concebirlo, antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría
con un cementerio por fondo. Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una
ligera indisposición para no acompañar a mi amigo en nuestros acostumbrados
paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a mis espaldas la
Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero
aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me
rodeaba. Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la
disposición de mi ánimo me inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que
sentí frío y tristeza y noté un silencio que me recordaba la completa soledad,
como el sueño recuerda la muerte.
Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas
para abreviar la distancia y entré en el camino de San Lázaro, desde donde ya
se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo. Tal vez será una ilusión;
pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los árboles y
las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó
que faltaban tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en
el espacio y luz en el terreno. El paisaje era monótono; las figuras, negras y
aisladas. Por aquí, un carro que marchaba pausadamente, cubierto de luto, sin
levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin movimiento casi; más
allá, un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un sacerdote con
su hábito talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto
repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la
cabeza baja y los ojos fijos en la tierra.
Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que
veía me recordaba un paisaje cuyos contornos eran los mismos de siempre, pero
cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no quedando de ellos sino una
media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede compararse a la
que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son
y no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte
de una manera estrambótica e imposible. Por último llegué al ventorrillo. Lo
recordé más por el rótulo, que aún conserva escrito con grandes letras en una
de sus paredes, que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que hasta
había cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba mucho
más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el
fondo, parecía extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como
en un sudario. El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el
mismo de hacía diez años, y lo conocí no sé por qué pues, en este tiempo, había
envejecido hasta el punto de aparentar un viejo decrépito y moribundo, mientras
que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba salud,
satisfacción y vida.
Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber,
que me lo sirvió el ventero, y de una en otra palabra suelta vinimos al cabo a
entrar en una conversación tirada acerca de la historia de amores cuyo último
capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha
conjurado contra nosotros desde la época que usted me recuerda. Ya lo sabe
usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí desde que
nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo,
porque yo la quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla
desde niño, primero como un hermano; después, con un cariño más grande todavía.
Ya estaban en vísperas de casarse Yo les había ofrecido lo mejor de mi poca
hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener más que
suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia
de nuestra felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse
que iban a colocar un cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían
que más acá, otros que más allá; y mientras todos estábamos inquietos y
temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una desgracia mayor y
más cierta cayó sobre nosotros.
«Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron
mil y mil preguntas acerca de Amparo, a la cual saqué yo cuando pequeña de la
Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la abandonaron y que yo
conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el cual
trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró
conseguirlo. No quiero recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella
lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer una locura, yo estaba como
atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se fue, porque
nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta
casa. Mi hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en
un letargo. Yo no sé decir qué me pasó. Creí que se me había acabado el mundo».
«Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el
cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se acabaron las fiestas, los
cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se había
acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que nosotros.
Criada aquí, al aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta,
educada para ser dichosa en la pobreza, la sacaron de esta vida y se secó como
se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un estrado. Mi
hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla un momento.
Todo fue inútil; su familia no quería.
Al cabo la vio, pero la vio muerta; por aquí pasó su
entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el
ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía a voces: «Esa es joven como
Amparo.
Como ella, sería también hermosa. ¿Quién sabe si será?» Y
era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al abrirse la caja, dio
un grito, cayó sin sentido en tierra y así me lo trajeron. Después se volvió
loco y loco está».
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su
narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto
repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de los
muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida
sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a
servirles.
La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo
estaba negro, y el campo, lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún,
medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me pareció la cuerda
de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban a
mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las
huertas, el chirrido de una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento,
las palabras sueltas y horribles de los sepultureros, que concertaban en voz
baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha quedado, lo mismo de esta
escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más que un
recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como
lo escuché entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de
repente el silencio de aquellos lugares.
En el carro de los muertos
ha pasado por aquí;
llevaba la mano fuera,
por ella la conocí.
Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las habitaciones de
la venta, donde pasaba los días contemplando inmóvil el retrato de su amante,
sin pronunciar una palabra, sin comer apenas, sin llorar, sin que se abriesen
sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan tierna, que
encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.
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