martes, 29 de septiembre de 2015

Los arcanos mayores

Una manera muy conveniente de conocer los 22 Arcanos que componen el tarot es agrupándolos.
Un primer grupo dividido en tres subgrupos.
Un primer subgrupo que incluye desde el Arcano 1 hasta el 7. Éstos representan todo lo relacionado con la Conciencia, refiriéndose a todo lo externo de la vida. Este primer grupo constituye los arquetipos y símbolos con más fuerza.
El segundo subgrupo está compuesto por los Arcanos desde el 8 al 14, estos Arcanos representan el Subconsciente, refiriéndose a todo lo interno y su permanente búsqueda en pos de saber quiénes somos.
El tercer subgrupo lo integran los últimos Arcanos, desde el número 15 al 22, y en ellos está representada la Superconsciencia, refiriéndose a nuestra conciencia espiritual.
El segundo grupo está formado por la ruta de los arquetipos más grandes, encontramos aquí a:
- El Mago, es quien marca los comienzos, es el transformador de todas las cosas, el que dice soy yo.
- La Sacerdotisa, muestra el reposo necesario antes de comenzar el camino. Es la información procesada. Ella dice yo soy capaz de encarnarme.
- La Emperatriz, representa el alimento y la protección, es la madre y el abrigo. Es la que proclama el nacimiento.
- El Emperador, representa el padre, es el que pone límites, es la orden y la acción, es la autoridad. Dice: yo soy capaz de incorporarme y de actuar en el mundo.
- El Sumo Sacerdote, es el que ofrece el aprendizaje formal, el que comunica, el que establece las normas de la sociedad. Es el que dice yo aprendo y me integro.
- Los Enamorados, se relaciona directamente con la adolescencia, son los comienzos donde está la elección y el amor.
Marca las primeras elecciones que ofrecen la posibilidad de equivocarse. Es capaz de elegir, decidir.
- El Carro, es el que muestra el fin del camino, la madurez, donde está la conciencia personal y las limitaciones. Muestra la conducción de la propia vida.
El tercer grupo está formado por las tareas que conducen al desarrollo personal. Son siete:
- La primera tarea está representada por La Fuerza, es el arquetipo capaz de reconocer todas las fuerzas contradictorias, es el proceso de aprendizaje que permite asumir todas las tensiones de la vida.
- La segunda tarea está representada por El Ermitaño, es el que permite la aceptación de que es posible relacionarse con la sabiduría para lograr entregar la luz desde el interior.
- La tercera tarea la simboliza La Rueda de la Fortuna, muestra como el mundo puede girar independientemente de nuestra propia voluntad, es necesario descubrir su sentido y su ritmo.
- La cuarta tarea, es La Justicia, nos muestra cómo se pueden resolver los problemas a través del equilibrio interno y externo. La formalidad presente en la estructura, los valores y las determinaciones
- La quinta tarea estaría realizada por El Colgado, muestra la posibilidad de observación desde otros puntos de vista de la realidad, son los sacrificios de la vida.
- La sexta tarea está representada por La Muerte, es la capacidad de gestar, de conducir y de hacerse cargo de su cambio personal.
- La séptima tarea, es La Templanza, es la habilidad para asumir el equilibrio interno, es el producto del cambio. Ofrece la posibilidad de sostener lo que para otros perece imposible.
El cuarto grupo es el camino de los desafíos:
- El Diablo, es el conocimiento de los miedos ocultos, las culpas y las obsesiones, es lo más bajo de la personalidad.
- La Torre, es la construcción hecha sobre bases firmes, la libertad y la aceptación.
- La Estrella, la confianza en todas las posibilidades, es la búsqueda de la verdad, es el vínculo con el inconsciente.
- La Luna, es la realidad mostrando su cara oculta, es el desafío de la intuición.
- El Sol, es asumir todos los retos, buenos o malos, es la exposición y la capacidad de dar.
- El Juicio, es la realización, la renovación y el perdón, la resurrección o la muerte.

- El Mundo
, es el fin del camino, la sabiduría, es la integración de lo masculino y de lo femenino.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Los arcanos del Tarot

Es necesario aclarar, si es que ya no se sabe, que un mazo de cartas de tarot está compuesto por 78 arcanos, 22 son los llamados arcanos mayores y los 56 restantes son los arcanos menores.
Los arcanos mayores están en relación con los 12 signos y con 8 planetas, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón, a los que se suman La Luna y El Sol, ya que éstos son considerados como planetas en el ámbito de la astrología.
Estos arcanos son los que representan los puntos claves del tarot, son los que tienen mayor significado en los símbolos que los componen, hablan de experiencias compartidas por todos los hombres o al menos por una gran parte de ellos.
En astronomía, el centro del sistema solar es la estrella llamada Sol, y la Luna es el satélite natural de la Tierra. En astrología sin embargo, existe un sistema simbólico en el que la Tierra está en el centro, mientras que todo gira a su alrededor. Todo esto permite que al momento de consultar se pueda relacionar cada carta con el planeta, con el signo y la casa, gracias a que están relacionadas entre sí. Todo este tipo de interrelación hace que le agregue a la lectura un muy rico contenido, a la vez que se hace muy esclarecedor.
Hay cartas que tienen coincidencia con el planeta, se hace muy fácil establecer de manera sencilla esta relación, tal es el caso del Sol y La Luna. En el primero se simboliza el yo, la autoridad, la fuerza, la voluntad, la vitalidad, la calidez, la sanción, la lealtad y el orgullo. El Sol simboliza la masculinidad. La Luna por su parte, representa la feminidad. Es también el hogar, la familia, la fecundidad y la maternidad, es la intuición, la sumisión y la adaptación.
Existen otras cartas en las que las relaciones no se establecen tan fácilmente, tal es el caso de el Ermitaño, éste puede ser en el tarot, un anciano; simboliza astrológicamente las limitaciones, la disciplina, la responsabilidad y el trabajo duro. Saturno es el planeta con el cual está relacionado y juntos representan al gran maestro.
Los arcanos menores, a su vez, se dividen en 4 series relacionadas con los elementos aristotélicos que se usan en la astrología. Estos son: los bastos, símbolo de fuego; los oros, símbolos de tierra; las espadas, símbolo de aire y las copas, símbolo de Agua.
La simbología de estos Arcanos no es tan compleja como la de los arcanos mayores, pero también tienen un papel muy importante en cada una de las consultas, Estos revelan hechos que están mucho más cerca de las cosas mundanas y cotidianas, siendo a la vez más concretos.
Si se quiere ahondar aún más dentro de los arcanos menores se deberá considerar su significado numerológico, orientados a que cada número tiene atributos específicos. De esta manera cuando se logra relacionar cada número con el elemento y el tema correspondiente, se aclaran las dudas con respecto a lo que estamos consultando.
Las cartas cortesanas o figuras dentro de los arcanos menores pueden determinar personalidades, grupos que se encuentran relacionados por la edad. Así podemos ver pajes con niños y jóvenes, caballeros con jóvenes hombres, reyes con hombres de edad madura y reinas con mujeres.
Hay mazos de tarot, aparecidos recientemente que han equilibrado los grupos de edad, y han logrado sustituir a los pajes por princesas y a los caballeros por príncipes.
También se pueden obtener información de las relaciones existentes entre cartas cortesanas y figuras con algunos signos del zodíaco.
Por otro lado cada una de estas figuras posee ciertas características determinadas por los palos o series. Es así que las personas pelirrojas o rubias están determinadas por los bastos, el cabello castaño medio u oscuro es representado por los oros, el cabello rubio será representado por las copas y el cabello castaño oscuro o negro será representado por las espadas
.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

El vampiro en el convento (carta a una señora polaca muerta hace poco) (Louis-Antoine De Caraccioli)

Ilustre Dama:
Pues que desde ahora lo relativo a los muertos me interesa más que lo concerniente a los vivos, releía no hace mucho lo que me escribísteis un día sobre los vampiros, esos pretendidos cadáveres deambulantes que se suponía existieron en Hungría y en Polonia.
Vuestras reflexiones a propósito son maravillosas, es decir dignas de vos.
Lamentábais razonablemente los errores de la ignorancia y de la superstición y os apenaba que Dom Calmet hubiera prestado fe a la quimera de los vampiros.
¡Qué ilusión, en realidad,  es creer en alguna ocasión que cuerpos separados de las almas hayan podido dejar sus tumbas para darse una vuelta chupándole la sangre aquí y allá a los vivos! ¡Ah, cómo dejar de advertir que, como decís muy bien, "ese color vivo y esas carnes firmes que se encuentran en los cadáveres de los supuestos vampiros luego de la exhumación, no tenían otra causa fuera de la calidad de una tierra propia para obrar aquellos prodigios"!; y esta apuntación fue luego confirmada por los experimentos hechos en Hungría, los cuales sirvieron para desengañar a la gente, como quiera que aun hoy hay personas escrupulosamente fieles a esas ridículas supersticiones.
Nada me ha convencido tanto de la flaqueza del espíritu humano, como la obstinación que un religioso polaco, que también vos conocísteis, me sostuvo haber visto con sus ojos un vampiro, y haber sido testigo de los atroces hechos que él cometió en un convento.
"Era superior en nuestra casa de Lublín", me contaba, "cuando murió uno de nuestros padres. Apenas fue expuesto su cadáver en la Iglesia, donde debía quedar hasta el día siguiente, cuando vinieron a avisarme que el rostro se le había encendido sorprendentemente y que lo vieron pasear por el dormitorio. Corrí a su ataúd y efectivamente reconocí que estaba rojo como el fuego; en consecuencia le ordené, en virtud de la santa obediencia, no perturbar el reposo de nadie, y le previne que si intentaba hacer así fuera un mínimo movimiento, le haría cortar la cabeza y meter un palo en el corazón. (Es el modo que se usaba en las verificaciones de quienes eran creídos vampiros; secreto infalible para poner fin a sus trágicas hazañas.)
"Pero algunas horas más tarde recomenzó el alboroto y entonces fui a la iglesia con toda la comunidad, y dije al muerto, que tenía siempre la cara encendida: «¡Tú lo has querido, padre, y no me culpes; y para castigarte por tu sedición, apelando al derecho que me es conferido como tu superior, ordeno que te corten la cabeza y que te traspasen el corazón!»
"La cosa fue cumplida al instante, y el vampiro levantó los pies varias veces, y exhaló un fuerte grito. Pensé que, desde entonces, estaríamos tranquilos: pero una gritería espantosa difundió la alarma en el monasterio durante la noche; y duró hasta el día siguiente, cuando fui una vez más donde el cadáver para noticiarle que, desde el momento que la amputación no había servido para hacerlo volver a la razón, sería quemado a la tarde, en el medio del mismo patio. Se preparó la hoguera, y el cuerpo, arrojado entre las llamas, en breve se redujo a cenizas, pero suscitando una tan horrible tempestad que la casa parecía que iba a desplomarse.
Sí, esto es exactamente lo que he escuchado contar de viva voz por un religioso -que por otra parte fue destituido por el obispo de Cracovia por haber hecho tal demostración en público, pero lo cual no obstante no le impedía creer y referir a la redonda una historia tan absurda: en verdad, el fanatismo no razona. Aquel hecho estuvo en labios de todos, en Polonia, al igual que el otro, acontecido en Lemberg, en el que anduvo de por medio un estudiante declarado vampiro, y como tal castigado.
Pero ¿qué os pueden importar las palabras, ahora que estáis en la fuente de la verdad? ¡Ay, excusádme; excusádme, pues soy un alma extraviada en el dolor y que a todo se aferra, sin saber por qué! Así hace el viajero que ha perdido el camino; va y viene, y advierte vagas huellas que a cada paso más y más le debían...

domingo, 13 de septiembre de 2015

Bohemian grove

El Bohemian Grove, una de las sociedades mas herméticas, fue fundado en 1872 por y para periodistas quienes deseaban promover una conexión fraternal entre hombres que disfrutaban el arte. Los periodistas iban a ser los miembros regulares; artistas y músicos iban a ser miembros honorarios. El grupo rápidamente relajó sus reglas de membresía para permitir a algunas personas ingresar, a quien tuviera algo de talento artístico, pero disfrutaban las artes y tenían grandes recursos financieros. Eventualmente, los miembros "Bohemios" originales estaban en minoría y pronto la riqueza y el poder controló el club.
Los miembros del club quienes fueron establecidos y exitosos, respetables hombres de familia, definieron para si mismos su propia forma de Bohemianismo. Es una organización de tipo “esotérico ” u “oculto “, donde se reencuentran altos dirigentes de la economía, de las finanzas y de la política.
Discuten asuntos del mundo y hablan sobre estrategias políticas o económicas. Pero sobre todo, participan en ceremonias paganas de inspiración druídica y a menudo satánica, particularmente con una hoguera nocturna delante de una inmensa estatua de un búho, que es una representación de Moloch, una divinidad babilónica, y de Lilith, una divinidad sumeria.
La ceremonia comienza con la procesión de hombres encapuchados que llevan antorchas y cantan al unísono mientras golpean monótonamente tambores tribales. Llevan un ataúd abierto que contiene un esqueleto de madera y simulan realizar un sacrificio humano en un altar con una llama encendida.
La interpretación de Moloch en los rituales de esta secta es a través del Búho, ser con alto significado esotérico y adoptado por los Illuminatis como “bandera”.
Los participantes son en su mayoría americanos, a menudo próximos al Partido Republicano. Pero también hay algunos europeos, como Michel Rocard (ex primer ministro francés) Valery Giscard d’ Estaing (ex presidente francés, y diseñador de la Constitución europea), o John Mayor (ex primer ministro británico).

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El gnomo (Gustavo Adolfo Becquer)

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura. El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor- ¡Bah!, no es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas?...
-dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de sus compañeras-.
Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas.
A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba.
Al menos, el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa. De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena: -¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? -¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que deseo creer.
II.
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación, una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos:
no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza. Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita:
-Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.- No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que los había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa da su resolución.
III.
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros.
Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.
Marta y Magdalena se prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar eterno del aire y del agua empezó a producirse una extraña exaltación, una especie de vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo. Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas!
Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo:
ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sin número de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento!
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era, como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz, semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.
IV.
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Revenant

Un revenant es un fantasma o un cadáver animado que vuelve de la tumba, al parecer para aterrorizar a los vivos, muchas historias que se volvieron leyendas envolvieron Europa occidental con relatos de los retornados o revenant durante la alta edad media.
El nombre “Revenant” proviene del latín Revenans que significa “regresar” o “retorno” aunque también en la lengua francesa el verbo “revenir” puede ser una fuente ya que significa volver, en cualquier caso las historias de los revenant se expandieron a Irlanda. En las historias que inicialmente mencionaban al revenant, normalmente es que vuelven a este mundo para cumplir un propósito que puede ser vengarse de su asesino u otro similar, sin embargo también aparecieron versiones donde el revenant volvía a la vida para aterrorizar a sus familiares que aún estaban vivos y a sus vecinos que lo conocieron. Estos retornados tienen muchas características similares a los clásicos vampiros de las provincias europeas.
En la edad media fueron documentados muchos casos donde los revenant volvían del mas allá, un ejemplo es el historiador ingles Guillermo de Newburgh quien en 1190 escribió en sus registros: “No es fácil creer que los cadáveres de los muertos salgan (no sé por qué medio) de sus tumbas, y vaguen para aterrorizar o destruir la vida, y de nuevo volver a la tumba, la cual espontáneamente y a voluntad se abre para recibirlos, aunque no son frecuentes, hay ejemplos que ocurren en nuestros días, suficientes para establecer estos hechos, la verdad es que hay abundantes testimonios”.
Las historias de los revenant al parecer se trataban comúnmente de casos familiares, personas cercanas a los que contaban los relatos, que habían muerto recientemente, sin embargo tiene muchas características con la descripción clásica de los muertos vivientes, ya que eran criaturas no-muertas, horribles apariciones venidas de algún recurso maldito e impío.
En las historias medievales donde mencionan a los revenant, es común que los relacionen con gente que en vida eran delincuentes, malvados, inútiles o no creyentes, estas características se sumaban a los que murieron por alguna plaga o peste y que obligadamente debían ser exhumados para ser decapitados, incinerados o sacarles el corazón para quemarlo, así se aseguraban de que no volverían de entre los muertos.
Aunque los revenants tienen características originales de no-muertos han aparecido también historias donde al parecer habían succionado la sangre de victimas, involucrándolos con los clásicos vampiros conocidos hasta entonces solo en Europa del este, esta mezcla de situaciones y de características se hizo más evidente en los relatos del siglo XVIII.
Algunos relatos cuentan que impulsa al revenant a volver de su descanso eterno:
Relatos de William de Newburgh (1136 – 1198) escribió varios casos de los revenants como advertencia, dice que eran muy comunes, que mencionar todos sería una empresa demasiado laboriosa y problemática.
En una historia, un hombre de “mala conducta” quien se había casado al parecer con una joven que se vio obligada a ello. El esposo lleno de celos sospechaba de su esposa y un día se escondió en el techo de su dormitorio y atrapó a su esposa en un acto de infidelidad con un joven de la zona, sin embargo el marido cayó al suelo hiriéndose mortalmente muriendo pocos días después.
Se le hizo un entierro cristiano, sin embargo de poco le sirvió, pues en esa misma noche la mano del maligno lo envolvió y así salió de su tumba acompañado por una jauría de perros, los cuales aullaban de una forma horrible. Comenzó a ser visto y escuchado vagando en las calles, mientras los vecinos cerraban sus puertas para no tener un mal fin con este revenant renacido.
Varios fueron asesinados por esta criatura, la gente del pueblo, llevando una espada afilada se dirigieron al cementerio, comenzaron a cavar y rápidamente llegaron  al cuerpo que se encontraba extrañamente enterrado a poca profundidad, el cuerpo estaba hinchado, teñido de sangre y con la manta con que lo envolvieron despedazada. El cuerpo inerte fue herido varias veces y de él manaba la sangre fresca que según afirmaba la muchedumbre era de las víctimas de este ser. Fue llevado a las afueras del pueblo con la idea de quemarlo, sin embargo sabían que primero debían sacarle el corazón, al final todo fue a parar a las llamas.
En otra historia se menciona a una mujer cuyo marido había muerto recientemente. Poco después el marido volvió a visitarla, no solo para aterrorizarla con su presencia sino que también para mantener relaciones sexuales, con todo el peso insoportable de su cuerpo putrefacto. Esto se repite durante tres noches donde el revenant no solo lo hace con su esposa sino también con otras familias vecinas, por este motivo, el mismo obispo de Lincoln tiene que intervenir.
Escribe una carta de absolución que debe colocarla dentro de su tumba, así que desentierran el cuerpo, el obispo coloca la carta sobre el pecho del que se presume era un revenant y después de sellar el ataúd, vuelve a ser enterrado.
Muchas más historias existen sobre estas criaturas no-muertos y están registradas en su mayoría en documentos de la época medieval, aunque posteriormente a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX nuevos autores como Montague Summers, Robert Southey, Lord Byron y John William Polidori hacen su interpretación con ciertas modificaciones a diferencia del clásico Revenant.