sábado, 28 de marzo de 2015

La cruz del diablo (Gustavo Adolfo Becquer)

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje. Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera. Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos. A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz. El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel. Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad de otros siglos. Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía de mi espíritu. Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones, que cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que también toma estas formas para evaporarse.

Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con violencia por los hombros. Volví la cara: un hombre estaba al lado mío. Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos. Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación enérgica, aunque muda. El pobre hombre sin cejar en su empeño de alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas palabras, que entonces no pude comprender, pero en las que había un acento de verdad que me sobrecogió: -¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio! Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco; pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche de nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del diablo! ¡Vaya, vaya! Fuerza será que en llegando a la población me expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los paradores de Bellver. Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas, según la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de vino, limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce a este pueblo. No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía en su corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos. En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz. Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir juntos en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó a marchar en su seguimiento. Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus malas mañas no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad, y no conservando de propiedad suya más que el peñón del Segre y las cuatro torres del castillo, herencia de sus padres, desapareció de la noche a la mañana. La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo no temían al salir con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor. Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado de los profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos. Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados y perdidos como su jefe. Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y a sus mieses. Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina. Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en el día y durante la noche. Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear. Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo. Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente victoria, se repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su infernal patrono. Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos. Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche. Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida en un abrir y cerrar de ojos. Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros. El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín. Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la noche el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y que en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores, no pasaban de cuentos, y el único más positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a una dosis de miedo más que regular, que cada uno de por sí se esforzaba en disimular lo posible, haciendo, como decirse suele, de tripas corazón. Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto. Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un extraño fenómeno. Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar. Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados en los precipicios, pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos del castillo. Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza. Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas. El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían seguros de los bandidos del peñón. Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del señor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba en un todo. Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural y extraño. ¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste: Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede. Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones y el miedo. Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada disputa sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe. Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez, habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes, que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos nuestros aceros, determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por menos de permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre de elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caída de aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo del Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta que, transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas, acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a través de las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos. No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos, y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a los lamentos. Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria, ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura, y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido de que es el mismo diablo en persona. El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas. Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados, no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste. Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones. Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran, conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino que sube serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles al mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo que de una maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había entrado en la población el famoso capitán de los bandidos del Segre. De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término, ni nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el hecho era que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido tal como se refería. Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más respetables se juntaron en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de comparecer ante sus improvisados jueces. Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron un momento, pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle su sentencia. Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones; ya los animados diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso. Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza maldita. Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el negro penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por qué de este solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables confusiones. El misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro. Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos si se atreve entonces a insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un inconcebible estupor. La cosa no era para menos. El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente vacío. Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un ruido sordo y extraño. La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza. La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es, que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de Bellver. Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución que, como suele decirse, era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura, en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería. Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio, un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro de la armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en que se encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en contra mía. Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía. En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro; arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían un día y otro descompuestas e inmóviles. Una noche, por último, aguijoneado por la curiosidad y deseando convencerme por mí mismo de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones, levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo. Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse. Turbando el profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros que se removían y chocaban al unirse entre las sombras. Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis servidores falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída, había creído percibir confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas. Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia. Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio. Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía hacerse de ella. El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general.
Se encerró por tres días en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre, se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver. En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de aquel tormento. Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía su forma para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía en zigzag como un relámpago. El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen. Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia. En el invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes, que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata, los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares de su pedestal.

La cruz del diablo (Bellver)

El señor de Segre, noble malvado que vendió su alma al diablo, mataba a toda la gente que estaba en contra de él. Era famoso por su crueldad y por su armadura. A este individuo lo mataron y la armadura cobró vida propia.
La llevaron a juicio y le dijeron que se quitara la armadura, cosa que no hizo.
Finalmente le levantaron el casco, y la sorpresa fue, que la armadura estaba vacía.
La llevaron al calabozo, y el alcalde que no se creía lo ocurrido, entró en la celda, la armadura le atacó y se escapó.
La volvieron a coger, la quemaron y fundieron en una hoguera, mientras se escuchaban gritos de dolor saliendo de ella.
De esta forma, la armadura la convirtieron en una cruz, está situada en el municipio de Bellver.
En este suceso está basada la leyenda de Gustavo Adolofo Becquer.

viernes, 20 de marzo de 2015

La runa blanca de Odin

La runa blanca, también conocida como la runa de Odín, tiene un significado asociado a lo desconocido y a todo aquello impredecible.
La Runa en Blanco no posee ningún signo. Es la nada, es el todo, es lo desconocido, es alfa y omega. Un todo potencial, el vacío fértil. Al mismo tiempo llena y al mismo tiempo vacía, guarda toda la fuerza de lo que ha sido, lo que es y lo que será; es el misterio de lo inexpresado, son los valores más altos y los sueños fecundos del hombre.
Es blanca como la suma de todos los colores, pues en ella está la energía de todas las runas. A veces se puede encontrarla con un punto en medio, como centro del universo, centro del mandala.
La Runa blanca fue agregada posteriormente y muchos lectores de runas de tendencia más tradicional no la usan.
Significado adivinatorio de la Runa blanca.
En tu vida está actuando una fuerza superior. Estás en contacto con el cumplimiento del karma. Eres guiado en el camino y puedes tener la confianza absoluta en que el momento está lleno de posibilidades. Al extraer esta runa, alégrate, pues el cambio está progresando en tu vida, aunque, a menudo, se te pide un acto significativo equivalente a saltar al vacío, o una prueba de fe.
Esta runa puede simbolizar una muerte o una forma de muerte; es decir, la muerte de algo en nosotros o de algún aspecto de nuestra vida que llega a su fin. Se confirma un cambio. Aceptarlo, fluir y desapegarse, es el reto más importante para un guerrero espiritual. El razonamiento es: ¿cómo se puede controlar aquello que no tiene forma todavía?, el vacío es el final, el vacío es el principio y los obstáculos del pasado bien pueden convertirse en las puertas que nos abren nuevos principios.
La Runa blanca debe ser considerada motivo central, de extrema importancia, una prueba para enfrentar el destino y seguir un nuevo rumbo. Revela que todo se está ordenando de acuerdo a la naturaleza correcta de las cosas; nos dice que las piezas se están adecuando conforme a las leyes universales y no a los deseos individuales.
La runa blanca o runa de Odín aconseja no resistirnos y aceptar el destino o aquella vivencia que desde planos superiores se nos está bajando.
La Runa blanca no posee posición invertida.
Deidad asociada a la runa blanca.
La deidad asociada a la runa blanca es Odin. Según se cuenta, el Gran Padre Odín, el más sabio y valeroso, dios de todos los dioses, se hizo colgar nueve días y nueve noches del Árbol de la Vida, el fresno sagrado, Yggdrasyll, a fin de alcanzar la iluminación. Al final de ese ritual de sacrificio le fueron reveladas todas las runas.
Así mismo, entregó un ojo a Mimir a cambio del derecho a beber del manantial de la sabiduría. Ambos sacrificios no son sino metáforas que implican la confianza en el poder divino, entregarse con desapego e ir hasta el fondo con convicción y pasión.
Odín no era un ser convencional. Era un personaje contradictorio que no miraba las cosas de una manera predecible, sino que enfrentaba las circunstancias con habilidad y creatividad, sabiduría y coraje, mirado siempre las cosas desde un punto de vista original e incluso mágico.
Como Odín, la Runa blanca nos invita a atrevernos a mirar el mundo y a nosotros mismos desde una nueva óptica, aceptar las responsabilidades, el desafio o el sacrificio para obtener una visión más amplia, diferente y reveladora.

domingo, 15 de marzo de 2015

El monte de las ánimas. (Gustavo Adolfo Bécquer)

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I.

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II.
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad.
Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III.
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV.
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

El monte de las ánimas (Soria)

El monte de las ánimas es una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, pero realmente el lugar existe, está en Soria.
Lugar donde las almas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren por el monte entre los matorrales y zarzales.
Es un lugar estremecedor, envuelto en niebla, vinculado a los Templarios.
Bécquer hace referencia en s leyenda a otros lugares cercanos al monte, como el monasterio de San Juan de Duero, el convento de San Polo, el monte Moncayo, y la propia ciudad de Soria.
Los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén construyeron un monasterio en el siglo XII, del que se conservan las ruinas del claustro o los arcos. Estos parajes inspiraron la leyenda de Bécquer.
El monasterio fue saqueado de muchos de sus elementos en el siglo XVIII, pero aun quedan la iglesia y el claustro, tiene forma de cuadrilátero irregular con su cuatro ángulos diferentes, con una parte románica y otra parte gótica.
Del monasterio de San Polo, del siglo XIII, solo se conserva su iglesia. De origen Templario, las dos puertas de la nave, unidas por un corredor a la ermita de San Saturio.
Este monasterio aparece en la literatura de Antonio Machado, y en la leyenda de Bécquer llamada el rayo de luna.
En el lugar se pueden observar símbolos del lenguaje oculto de los Templarios.
En la noche de difuntos se oye una campana en la capilla situada en el monte de las ánimas. Los ciervos braman y corren espantados, los lobos aúllan, las culebras silban, y sobre la nieve pueden verse impresas las huellas de los descarnador pies de los esqueletos.

jueves, 5 de marzo de 2015

Tiradas de las runas

existen muchas formas de lectura de las runas, vamos a ver las  mas usuales:
las runas están dentro de su saquito, donde son agitadas o revueltas metiendo la mano, pero sin verlas.
para hacer la o las tiradas,  se mete la mano, sin ver las runas
se coge una y se saca sin verla, dentro de la mano
desde una  pequeña altura, unos 20 cm, puede estar bien, se deja caer la runa
también se puede tirar como si se tratara  de un dado
siempre hay que dejarla  tal como cae, pues puede ser de lectura directa o de lectura inversa (al revés)
tan solo si cae por el lado que no esta grabada se debe girar, pero de izquierda a derecha o viceversa
para mantener la posición de lectura de la runa
si es la tirada de una runa  es ahora cuando se procede a su lectura
si es alguna de las tiradas con mas runas se repite el proceso
si es alguna de las tiradas que necesitan  un orden, se van colocando según van lanzándose
tal como tirada en cruz o la de siete runas
pero con mucho cuidado de mantenerlas en orden y posición correctos
no se leerán hasta que se hayan lanzado y colocado todas
Tirada de la runa única o runa de Odin.
es la forma mas simple de usar las runas, se saca una runa mientras que quién la saca se concentra en lo que quiere preguntar
si se está leyendo para otra persona,  ésta deberá concentrarse en su pregunta, y quien la saca se concentrará en la respuesta, aún sin saber cual será la pregunta.
esta tirada se usa para una respuesta de forma genérica o como consejo.
Tirada de dos runas,
parecida a la anterior pero aquí se muestra la respuesta en dos partes
podría ser para ver el lado positivo y el negativo de lo que se quiere saber
las dos partes a saber lo dirán las runas, no se puede preguntar en este caso el lado positivo y el negativo
las runas serán las que digan ambos significados
la segunda runa siempre será la que complemente a la primera
con esta tirada se tienen mas detalles específicos que con la anterior
Tirada de las  nornas, o de tres runas
esta tirada suele ser usada al tiempo, ya que las nornas eran las diosas del pasado, el presente y el futuro
una vez lanzadas se colocan en horizontal, de izquierda a derecha
algunos las leen de derecha a izquierda
la primera runa, la de la izquierda habla del pasado
la segunda runa, la del centro habla del presente y complementa a la anterior
ya que el presente es consecuencia de acciones y decisiones del pasado
la tercera runa, la de la derecha habla del futuro
Tirada del sí o no
esta tirada  se puede hacer con una sola runa, pero la forma que vamos a ver es con varias
se tiran una cantidad variable, hasta nueve runas, pero siempre un número impar
si la mayoría caen en lectura derecha significa sí
si la mayoría caen en lectura invertida significa no
si caen un número igual de derechas e invertidas y la restante es simétrica,
si es una runa positiva apoyará a las derechas
si es una runa negativa apoyará a las invertidas
si la mayoría de runas fueran simétricas la lectura sería nula y se deberá lanzar de nuevo
Tirada en cruz
se hace con cinco runas
se tiran y se van colocando en la cruz, siempre respetando derechas e invertidas
se colocan en este orden
la runa 1 a la izquierda del brazo de la cruz, significa el pasado
la runa 2 al centro de la cruz, significa el presente
la runa 3 a la derecha del brazo de la cruz, significa el futuro
hasta aquí es igual que la tirada de las nornas
la runa 4 en la parte superior de la cruz, significa ayuda
la runa 5 en la parte inferior de la cruz, significa lo que debe aceptarse
se empieza a leer por la runa 2 para mostrar  la situación actual y así tener una visión general de lo que se está tratando
la runa 1 habla de las condiciones que permitieron llegar  a lo que dice la 2
la runa 4 habla de ayudas en lo que se está consultando tanto del entorno como e su propio interior
si esta runa es negativa puede indicar que el consultante es reacio a aceptar ayuda o consejo
la runa 5 dice lo que debe aceptarse tal como es pues no son cosas posibles de modificar
la runa 3 habla el futuro y se tiene que tener en cuenta todo lo anterior, por eso es la última runa que debe leerse
Tirada de las tres diosas
habla de diferentes procesos determinados de una situación
se tira y se colocan igual que las runas de las nornas
se diferencia que estas no hablan de pasado presente y futuro
aquí la runa 1 habla  de la potencialidad de lo que puede llegar a ser sobre lo que se consulte
la runa 2 habla de el aprovechamiento que se puede obtener y que se puede entregar
la runa 3 habla del final mas absoluto, puede ser el final de un trabajo, de un hecho cualquiera de la vida, o incluso de la vida misma
Tirada de las siete runas
se tiran siete runas y se colocan en pares según salen, menos la última que queda sola
las runas 1 y 2 hablan del pasado, las 3 y 4 del presente y las 5 y 6 del futuro, la 7 es la runa del consejoe
es una tirada igual a la de las nornas pero con runas complementarias  tal como vimos en la tirada de dos runas
y la runa 7 es el consejo a todo lo visto en las otras anteriores
Otra tirada de las siete runas responden en este orden a :
que, porqué, como, para que, cuando, donde y quien

Construir un amuleto rúnico

Vamos a necesitar:
Madera de una rama del grosor de un tapón de botella aproximadamente

Cordón de cuero o cuerda para hacer el colgante
Cuchillo de punta para grabar el símbolo de la runa
Cortaremos la rama con un grosor de 1 o 2 cm, con una lija lo puliremos para que quede suave y los bordes redondeados.
Se puede hacer el amuleto con forma redonda o rectangular
Se hará un agujero para pasar el cordón y hacer el colgante
Se deja al sereno en un recipiente con agua y unas hojas de añil en la tercera noche de luna creciente durante 9 horas.
Se saca del agua y se deja secar al aire
A continuación se hace el ritual:
Cerramos los ojos y respiramos profundamente, confiando que los Dioses y las energías del Universo están escuchando para tener la certeza de que la runa elegida será la adecuada.
Debemos visualizar las energías en torno nuestro e intentar captar si el propósito del amuleto, es del agrado de los Dioses para nuestro mejor fin.
Acto seguido recitaremos una pequeña plegaria a los Dioses, para que nos ayuden en la misión:
Odín todopoderoso
Padre de todos los dioses
Que tu eterna sabiduría
Guíe mi mano al grabar este amuleto
Para que la energía de las runas
Que con tu sacrificio descubriste
Utilicen el amuleto como recipiente
En su poder
Así será
Se graba el símbolo runico deseado con el cuchillo
Podemos resaltar el símbolo con un pincel fino pintándolo, pero no se debe barnizar  ni recubrir la runa con nada, la madera debe permanecer tal como es en la naturaleza.
Aunque lo ideal sería grabarlo con fuego.
Solamente se debe grabar  por una cara, la otra se debe dejar  vacía.
después realizaremos una consagración con los cuatro elementos de la naturaleza.
Se preparara un altar, en el cual tendremos los cuatro elementos preparados:
Agua de manantial
Una vela blanca
Sal pura, una gema de cuarzo o un puñado de tierra limpia.
Humo de incienso o un puñado de hierbas aromáticas (preferiblemente lavanda)
Se realiza el ritual, a poder ser una noche de luna llena. Se coloca el talismán, en el centro del altar y debemos hacer que tome contacto con los cuatro elementos.
El talismán se deberá introducir en el agua de manantial, lo dejaremos sumergido una media hora. Después lo pasaremos tres veces (con mucho cuidado), sobre el fuego de la vela blanca.
Después lo introduciremos en la sal pura, o debajo de un cuarzo, o tapado con un puñado de tierra limpia.
Por último pasar a humificarlo por el humo del incienso unas tres veces o impregnarlo de la hierba aromática.
Después dejamos el amuleto ya limpio y preparado junto a la vela hasta que se acabe de derretir.
Después deberá permanecer durante 3 días debajo de tu almohada o un lugar muy cercano a ti para que se impregne de tus vibraciones.
Y ya está listo para usar.
De esta misma forma puede hacer también, pulseras, colgantes, broches etc, incluso la varita.
El juego de runas se hace igual, pero construyendo 25 piezas en lugar de una y sin hacer el agujero para el cordón,
en el ritual debemos usar sangre humana en la consagración, basta con pincharse en un dedo con un alfiler y dejar caer unas gotas.
No se debe de llevar más de un amuleto, ya que podría modificar o provocar efectos negativos.

Introducción a las runas

Sé que colgué durante nueve noches de un árbol barrido por el viento,
herido por mi propia espada para Odin, yo mismo como ofrenda para mí mismo,
atado al árbol del que ningún hombre sabe hacia dónde corren sus raíces.
Nadie me dio pan ni agua. Miré hacia los abismos, hasta que avisté las Runas.
Lanzando un grito las tomé, para luego caer aturdido y débil.
Adquirí bienestar y sabiduría. Crecí y me regocijé con mi crecimiento: De palabra en palabra fui llevado a la palabra,
de una acción a otra acción.
Así comienza una de las eddas (relatos) del año 1200, que narran las historias de los vikingos.
Los vikingos no contaban con una cultura escrita en el sentido moderno de la palabra, pero disponían de unos caractéres alfabéticos, la escritura rúnica.
La escritura se había empleado en los Países Nórdicos varios siglos antes de la época vikinga, y las primeras inscripciones rúnicas que han sobrevivido se remontan a dos siglos después de Cristo.
Las runas no eran tampoco algo especialmente nordico. Varios pueblos germánicos las utilizaban para escribir: alemanes, godos, frisones y anglosajones, así como los pueblos norgermánicos, de los que descendían los vikingos.
La colección de Runas más vieja que se conoce es el Futhark Antiguo, contiene 24 caracteres rúnicos y toma su nombre del ordenamiento de los mismos, como el Alfabeto toma el nombre de las primeras letras griegas (alfa, beta), o el Abecedario de las suyas (a, be, ce).
Mas tarde se añadió una runa mas, la llamada runa de Odin.
Cada una de las Runas es mucho más que una letra. Es un concepto en sí misma, que a su vez tiene un significado simbólico.
La palabra runa significa "algo misterioso o secreto" y se asocia con la espiritualidad y la magia.
También significa el "susurro de los Dioses".
La influencia de las Runas en sus tiempos es incuestionable,
es difícil imaginar los inmensos poderes conferidos a las hechiceras que aprendieron a ser hábiles en el manejo de las runa para transmitir el pensamiento.
Las runas pueden abrir los más altos y los más bajos dominios de la magia y la necromancia
Al echar las runas pueden caer en posición normal o invertida, esta posición determina la respuesta a nuestros interrogantes, a nuestra búsqueda del conocimiento interior.
En la tradición rúnica es preferible crearlas sobre pequeños trozos redondeados de materiales naturales como la madera de pino o cedro,
o sobre piedras como el cuarzo, y no agregar pinturas o barnices de modo que queden lo más natural posible
y que todas las runas quepan todas dentro de las dos manos juntas.
Para que las runas incrementen su efectividad, es recomendable que uno se haga su propio juego de runas,
o que se compren unas y se mantengan cerca de uno el mayor tiempo posible para que de esta forma la energía personal vital las impregne.
Desde el principio las Runas asumieron una función ritual y servían para leer la suerte, para predecir y para invocar altos poderes que pudieran influenciar las vidas y fortunas del pueblo.
Había Runas y hechizos para influenciar el clima, las mareas, las cosechas, el amor, las curaciones;
Runas para la fertilidad, para maldecir y para deshacerse de las maldiciones, para el nacimiento y la muerte.
Las Runas eran talladas en los amuletos, en los utensilios para beber, en las lanzas de batalla,
a ambos lados de las armas y lacradas con hilo de oro o un pigmento rojo.
sobre los umbrales de las casas y sobre las proas de los barcos vikingos.
El poder de las runas sobre los elementos no quedaba reducido exclusivamente al mar.
Las tormentas se podían provocar o amainar por medio de las runas del clima.
Los usos mágicos más importantes de las runas parecen estar relacionados con las batallas.
Existían hechizos para despuntar las espadas del enemigo, para volver invisible a un guerrero, para agotar las ansias bélicas del contrincante
y también para asegurarse la supervivencia de un hombre en la guerra.
La gran mayoría de lectores de runas eran mujeres,
pues ellas eran las encargadas de las artes mágicas, mujeres guerreras hechiceras,  que usaban sorprendentes vestiduras con las que se reconocían fácilmente.
Eran Honradas, bienvenidas y temidas a partes iguales.
En la saga de Eric el rojo se describe la vestimenta de estas mujeres  de la siguiente forma:
Llevaba puesta una capa azul de la cual pendían piedras de la parte inferior;
vestía cuentas de cristal en derredor del cuello,
y sobre la cabeza una caperuza de piel de cordero forrada de piel de gato.
En la mano llevaba un bastón con empuñadura; adornado con bronce y piedras incrustadas justo debajo del puño.
Vestía un cinturón de madera, puesto que da buena suerte, del que colgaba un zurrón que albergaba aquellos hechizos que necesitaba para hacer su magia.
En sus pies, calzado de piel de ternero con largas correas cuyos extremos iban rematados con botones de lona;
en las manos, guantes de piel de gato, de color blanco por dentro y muy peludos.
usaban sorprendentes vestiduras con las que se reconocían fácilmente. Honradas, bienvenidas, temidas
Varas y piedras servían para adivinaciones rúnicas, pues siendo objetos naturales guardaban poderes sagrados.
Los símbolos rúnicos eran tallados en madera dura, grabados en metal o cortados en piel teñida con pigmento
a menudo mezclado con sangre humana con el objeto de acrecentar la potencia del hechizo.
Las Runas más comunes eran guijarros lisos y planos con símbolos pintados sobre uno de sus lados.
Desde un punto de vista mágico son más interesantes las varitas rúnicas,
palos cortos hechos de tejo o hueso en que se inscribían las runas con propósitos ocultistas.
Están aplastadas por los lados y a veces curvadas y afiladas como los cuernos.
Hay varios tipos de tiradas de las runas
Tirada de la Runa Única o Runa de Odín.
Tirada de Dos Runas
Tirada de las Nornas (esta tirada corresponde a las llamadas Tiradas de Tres Runas, o tirada del pasado, presente y futuro)
Tiradas por Sí o No
Tirada de las tres Diosas (o tirada de la joven la madre y la anciana)
Tirada de Siete Runas. (qué, porqué, cómo, para qué, cuándo, donde, quién)
Tirada en cruz, o tirada de cinco runas.
Tirada alfabética.
Las runas pueden ser leídas de forma derecha o invertida (cabeza abajo) y las lecturas de más de una runa pueden ser positivas o negativas, dependiendo de qué tipo de runas acompañen la lectura varían su interpretación.
Las runas del primer aettyr son :
Fehu : posesiones, alimento y los bienes comunes
Uruz : fuerza, principios masculino y femenino
Thurisaz : la puerta, el dios Thor
Ansuz : señales, la runa mensajera
Raido : viaje, comunicación, unión, reunión
Kaunaz : apertura, el fuego
Gebo : asociación, regalos
Wunjo : alegría, luz, comodidad
segúndo Aettyr :
Hagalaz : destrucción, poder elemental, granizo
Nauthiz : restricción, dolor, necesidad
Isa : pausa. Hielo
Jera : cosecha, año
Eihwaz : defensa, poderes de conjuro
Perth : iniciación, asuntos secretos
Algiz : protección, poder creativo
Sowelu : totalidad, fuerzas vitales, el sol
tercer aettyr :
Teiwaz : el guerrero, la estrella guía
Berkana : crecimiento, renacimiento, el abedul
Ehwaz : movimiento, progreso, el caballo
Mannaz : el yo, el ser humano
Laguz : fluidez, el agua
Inguz : fertilidad, nuevos principios, el dios Ing
Dagaz : transformación, grandes adelantos
Othalaz : separación, retiro, herencia
Y por último la runa blanca
Weird : la runa de Odín, el destino, lo desconocido, la runa blanca